Siempre ocupado en sus importantes menesteres, en los cuales hacía gala de perfección y prolijidad, no había lugar para otra cosa que no fuese su obra. Empeñado, por mucho tiempo, de verificar cada detalle de su maravillosa arquitectura, jamás pensó siquiera que algo así le pudiera suceder.
Un día cualquiera la vio y luego de sacudir su greñuda cabeza para deshacerse de alguna fugaz ensoñación, prosiguió en lo suyo. Pero, al reencontrarse con ella, no pudo menos que bosquejar en su mente una construcción mental que los involucraba a ambos. Fue algo infinitamente pequeño, un chispazo, el embrión abortado de un pensamiento, una brizna que se llevó el viento.
Aún así, en una de sus cortas siestas –no podía permitirse más que unos breves cabeceos, si deseaba ver su labor en buen pie- aparecióse aquella, la bendita musa, grácil, transparente, intangible casi, para desacomodar sus ronquidos y alterar la apacible vigilia. Contra todo cálculo, aquella comenzaba a desestabilizar su sólida formación.
La angustia se enquistó en su cerebro, órgano facultado para concebir las más exquisitas construcciones. Continuó creando, con la misma perfección y cuidado, pero, ya no era lo mismo.
Su excelsa obra, de la que se enorgullecía a cada instante, comenzó a sufrir, primero, pequeñas grietas y si bien todo estaba calculado milimétricamente, bastaba un segundo de distracción para que todo se fuese por la borda.
Algo tenía que hacer, aquella lo perturbaba, la dependencia que estaba comenzando a manifestarse con sutileza en su mente, era un veneno que se propagaba con velocidad. Era necesario acabar con ese estado de cosas.
Por lo tanto, la sedujo, hicieron el amor una y mil veces, la enamoró y cuando lo hubo conseguido, la sumergió en su alambique y reestructuró su forma.
Enloquecido, a punto de exterminarlo todo, se embriagó con el espeso vino que había fabricado con la sangre de aquella.
Fue su época más creativa, inventó una nueva gama de colores, pintó luciérnagas y preñó sus dominios con tan espectacular ingenio.
Pero estaba loco, desquiciado y no se dio por enterado que sólo había construido su obra más imperfecta, el simulacro triste de lo que debía ser, a todas luces, la esmeralda más hermosa. Y aún cuando aquél hombrecillo de mirada curiosa le contemplaba desde su infinita pequeñez, no entendió que aquello era el germen de una serie interminable de desaciertos que se sucederían de allí en adelante...
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