La estación tiene una luz blanca y aséptica, indiferente y muda. Es una luz muy diferente al frío amanecer de Noviembre que uno deja fuera al entrar, con su azul claro que invade el cielo de melancolía algo cansina y dibuja alrededor de las casas la silueta de una ciudad que va despertando bajo la mirada triste e intensa del lucero del alba. La luz de fuera puede hacer sentirse llevado de la mano por lo invisible e inevitable de la naturaleza incluso si se está ligeramente preocupado, como el lucero, porque despierta de nuevo el ruido tonto de la ciudad y el panadero, el carnicero y los sórdidos ciudadanos. Madrugadores y trasnochados no verán a nuestro lucero; ni siquiera le verán.
¿Puede la luz llegar a estar muerta? Quieta se la puede dejar y muda parece que también. En la estación la gente fuma, espera, corre, discute, tose y charla; incluso alguno escribe y nadie parece cruzarse más que físicamente. Quizás para ese que escribe eso no esté tan mal. En la estación, voces anuncian trenes que parten y otras, trenes que se pierden. Callan los trenes que no llegan. Música de fondo que se oye, no se escucha y el barullo de vidas que se cruzan y se esquivan con habilidad de trapecistas en el aire, sin tocarse. Ahora el lucero está por apagarse, pero eso aquí no se ve. Aquí sobran las chaquetas en Noviembre.
Habla una pantalla y todos a una vía subterránea artificialmente iluminada. Tenue vida de gran ciudad. Viajamos cada día en trenes abarrotados, respiramos humo y aire acondicionado y pocas veces nuestros ojos ven la luz al aire libre sin que lleve éste las cadenas y la basura de nuestra hermosa sociedad. Quizás ahora, después de algún año cogiendo estos trenes, ya hemos visto la gran ciudad. Quizás sea hora de coger trenes de otro tipo o, ya puestos, de caminar. Quienes viven en ciudades grandes de verdad cuentan a veces que allí es mucho más abrupto y seco el corte del acantilado con la vida. Cuesta de imaginar.
En concreto, uno de los trenes de hoy lleva personas a la universidad, compañeros en carpeta que apenas si quieren mirarse y mucho menos charlar, a no ser que ya se conozcan. Miedo al desconocido, miedo al diferente, miedo al ridículo... nunca miedo a una muerte que llega estando vivos. Se podría empezar a creer que vamos en trenes curiosamente dejando pasar trenes de vida; conversaciones, sonrisas, disgustos, amigos y enemigos, todos viajan en trenes que pasan despacio a nuestro lado. Pero ya estamos en el tren normal y rápido mientras, en el suyo, arrogante, puntual y diligente llega sin esperar nuestra esperable muerte.
Vamos en trenes, así, y huimos de lo diferente y no hablamos con extraños aunque no parezcan mala gente. Podría ser un resumen.
El tren va pasando una, dos, tres, cinco estaciones sin dejar de parecerse a una lombriz, sin salir de la tierra, del cemento para ser exactos. En Europa caen lluvias que inundan de agua y cieno las villas y se llevan a la gente y destruyen algunas maravillas de occidente; Venecia se va hundiendo. Nosotros, cogiendo trenes. No escuchamos. No queremos ver el cielo, ni respirar el aire, ni recibir la luz abierta o charlar con el silencio. No escuchamos a nuestra madre y ella se está muriendo. Quizás a ella no le importe, ya ha estado muerta antes, pero no la escuchamos ni siquiera por nuestra parte.
Pero sí leemos con aire grave los diarios: Europa se está hundiendo, como se hunde un petrolero. El clima hace cosas raras, pobrecitos de nosotros. Porque nosotros, nosotros no hemos hecho nada. Quién lo iba saber... Madre Gea hacía lustros que lloraba.
El tren sale del subterráneo y discurre entre montañas horadadas por las vías y llenas de fábricas y pueblos. Los árboles se humillan humildes ante la grandeza de los entramados de energía y comunicaciones. Los bosques los cercena una autopista; también cercena muchas vidas.
Veo casas miserables ahogar una montaña. Quizás hoy yo esté sombrío, pero no acierto a ver por más que miro la palma de mi mano en qué parte de mi ser se inscribió ser una plaga. Hemos cambiado un planeta en menos que un gallo canta y ahora que estamos nosotros es cuando los gallos callan.
Edades geológicas, cambios y extinciones en masa. Primates que se enamoran y que temen a la muerte. Qué maravilla -decimos todos- qué grandeza, qué capacidad de adaptación. Orgullo inconsciente de germen o de bacteria. Brindemos, en su lecho derrotado sin bandera, Gea madre y su silencio aguardan a la muerta. Hemos vencido ¿qué nos queda? Nosotros, desde luego, no nos quedamos a nosotros mismos. Nunca hemos estado. Ahora hemos vencido y no nos queda nada más que recoger nuestra cosecha: pasaremos y entonces, invencible, volverá simple la vida y renacerá madre Gea. ¿Hemos ido tan lejos o aún podemos darnos cuenta? Si no nos desprendemos del egoísmo no atacamos a la Tierra, nos autodestruímos.
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