Un rockero gringo alguna vez nos decía que “la gente es extraña “y como no serlo si estamos insertos en un contexto formado por situaciones, emociones y pensamientos extraños.
Estoy sentado en el bar que frecuento hace más o menos unos cuatro meses. Rostros conocidos, pero no por eso amigables. Es el lugar donde puedo percatarme de las cosas que suceden directamente a mí alrededor sin tener que profundizar en ellas.
Una fría cerveza pasa por mi garganta al tiempo que en la mesa de mi derecha dos amigos conversan enérgicamente de algún tema en común. Es la actitud del descanso merecido del viernes antes de regresar a la realidad de su hogar. Cuello, mangas desabrochadas y la mirada de quienes se saben que son capaces de responder a lo que depara el destino. La admiración que sentía por este par de sujetos era indescriptible y yo solo veía sus ojos y como una y otra vez se llevaban el vaso a la boca.
Era tan fácil para mí imaginar la perfección de sus vidas, un buen empleo, seguramente un auto del noventa y tantos, un par de hijos y la esposa que seguramente también tenía un buen empleo.
El por que escogieron este bar, seguramente por que queda cerca de una de sus flamantes oficinas. Y yo ahí, baboso por la extraordinaria vida que este par de personajes me mostraba. Uno de ellos ofrece un cigarro al otro, este vacila, pero acepta.
El humo de estos admirables hombres se mezclo con toda la nube que provenía de las otras mesas. Siempre me ha causado gracia el efecto que causa el humo del cigarrillo con las luces de neón. Cuatro meses que vengo a este bar y ese bendito zumbido del tubo de neón no ha cesado, tampoco su palpitar que clama por algo de mantención.
¡El mundo se va a acabar! Sabias palabras de un hombre algo borracho que comparte una partida de dominó con el grupo habitual en la mesa de al fondo. Rostros colorados, característicos de cuando tienes unas tres piscolas en el cuerpo.
Risotadas que van y vienen. Las fichas hacen temblar la mesa, es como un código en estos jugadores, mientras más fuerte la coloques, más es el poder del jugador. La música que sale por unos viejos parlantes no llama mayormente la atención de nadie, hasta el minuto que se escucha “la copa rota “y una quebrazón de vasos se hace sentir desde la mesa del dominó. Un ritual ya conocido por todos los que habituamos este bar y que a pesar del deseo nadie se atreve imitar. Un vaso y otro se destrozan en el suelo mientras la tonada es interpretada por todos los de aquella jovial mesa.
Acabo mi segunda cerveza y pido la tercera. Al parecer estaba sumergido en la observación del grupo de jugadores, ya que no me di cuenta que uno de los dos hombres admirables de mi derecha se había retirado, por lo menos ya no estaba su chaqueta ni su maletín. Un cigarro más para el que queda y un poco más de humo para la nube que teníamos en común.
Pasaron algunos minutos y una bella mujer llega a la mesa de este tipo. Saludo de confianza, pero algo frío para mi parecer. Refugiado en mi esquina y tras mi vaso a medio llenar con cerveza, observaba con placer vouyerista la comunicación entre estas dos personas. Minuto a minuto la expresión fría de sus rostros empezó a transformarse en rostros invadidos por la ira y su tono de voz era cada vez más alto, aunque se perdía en una confusión de sonidos emitidos por todos los que estabamos ahí. Hasta que llegó el momento de la situación clisé. La cerveza que estaba servida en un vaso sobre la mesa de esta supuesta pareja, fue a parar al rostro del hombre y un poco en su camisa. De mi boca salió una carcajada nerviosa, pero llena de espontaneidad. La mirada del hombre invadió la mía, y cuando esperaba un par de palabrotas de su parte, su mano empuñada dio de lleno en el ojo de la mujer. Bombardeo de emociones y pensamientos.
El admirable hombre que creía conocer hace unos minutos no podía estar haciendo lo que observaba. ¿Qué pasa? ¿Nadie defenderá a está joven? También uno no sabe lo que ella hizo, lo mejor es no interferir. Segundo bofetón y la partida de dominó sigue tan amena como antes y los bebedores de las mesas contiguas siguen sumergidos en sus pensamientos. En realidad había que hacer algo, pero no siendo un caballero andante ni tampoco un cobarde. Me levante y lo invite a que se calmara. No me sorprendió la respuesta. Garabatos, improperios y saludos a mi madre de su parte no paraban de salir de su boca al momento que mi puño se clavaba en su nariz y él caía estrepitosamente al suelo. ¿Abrazos, besos o siquiera un gracias de parte de quien había “rescatado”? Pocas veces me había dolido tanto una bofetada como la que me dio aquella mujer, sin contar los arañazos y tirones de pelo que recibía por parte de esta supuesta víctima. Los ahora amigos del dominó me la sacaron de encima y el maestro sanguchero los acompaño a ella y al antiguo hombre admirado a la puerta.
Me quedaba el triunfo moral de haber reventado la nariz del tipo, pero no se comparaba con lo avergonzado que me sentía con las bromas de los bebedores acerca del “cariño” que me hizo aquella desequilibrada.
Fui un momento al baño. Ahí estaban los graffitis de siempre y por razones obvias no me causaban gracia. Tres arañazos y mi cabeza totalmente despeinada era el saldo del brutal ataque por parte de mi atacante. Nada que no solucione un poco de agua en las heridas y en mi pelo. Respiro hondo y me enfrento a la jauría de hombres bromistas. Como si fuera una noticia vieja nadie noto mi presencia, no sabía si alegrarme por mi suerte o entristecerme por que yo no significaba nada para ellos en aquel local.
Tome asiento y pedí la cuarta cerveza. Repetí en mi cabeza un par de veces la situación vivida unos minutos atrás, hasta que vi la llegada al local del anciano del bar. Un hombre que representaba fácil unos sesenta y cinco a setenta años de edad, sombrero algo desteñido, tenida café como de costumbre, cabello blanco y la petición de siempre; un litro de vino tinto.
Se sentó en la mesa que estaba frente a mí, al momento que le traían su caja de vino junto con un vaso. Podría estar horas contando las hilachas de su vieja chaqueta, podría estar horas contando las arrugas de sus manos y rostro, podría sorprenderme cada vez más como cuando me enteré que el anciano del bar solo tenía cuarenta y siete años. ¿Tan ruda puede ser la vida que te deja en ese estado? El anciano del bar era un testimonio viviente de lo cruel que pueden ser los caminos que uno escoge. La leyenda sobre este señor dice que era un comediante sin éxito, que no podía encontrar trabajo y que para mantener a su esposa que estaba embarazada de seis meses tuvo que cometer un robo menor a un almacén del sector donde habitaba y al volver a su hogar sé encontró con la horrorosa sorpresa de ver su casa consumida por las llamas incluidos su esposa y el bebé que aún no nacía. No alcanzaba a reaccionar cuando la policía ya lo estaba arrestando por el asalto. Un par de años en la cárcel y al salir no tenía nada. Con su historia y culpa, este joven anciano se deja ver en este sitio casi diariamente a consumir sagradamente su litro de vino tinto. El rostro de este señor muestra tanta experiencia en la vida que es mejor guardar silencio y respetar su ritual al saber que las arrugas no son de sabiduría sino de tristeza e impotencia. Suena algo sádico, pero prefiero creer en esta historia que saber que el anciano del bar es solo otro desconocido sentado junto a mí.
Una vez más me veo sumergido en la observación cuando me sorprende la mesera y me ofrece una quinta cerveza, dudo un poco ya que aún me quedaba algo en el último envase servido, pero acepto. Cuando vuelve y me sirve la cerveza se sienta conmigo.
Me pide un cigarro y empieza a decirme frases y palabras que no entiendo, no por algún problema de comprensión, sino por que jamas lo espere de aquella persona. Me contaba de cómo su ex-marido la maltrataba, robaba su sueldo y engañaba. Pasaron años antes que se diera cuenta que debía alejarse de ahí, lo hizo y se independizó. No profundizó mucho más en el tema, pero me explicaba como hubiera agradecido que en aquella época alguien hubiera echo lo que yo hice unos momentos antes y me dio las gracias en nombre de la mujer que algún día fue. Tal vez eso era todo mi dilema, yo estaba ahí para llenar esa mesa y no hacer nada, hasta el momento que me correspondía. Por eso de la indiferencia de los habituales bebedores de ese bar y sin darme cuenta en estos cuatros meses yo también había ignorado alguien que cambio mi perspectiva.
Bebí el ultimo sorbo, pague las cervezas y empece a caminar hacia la salida con algo de optimismo de mi parte, pensando en futuras jornadas que me esperaban en aquel bar.
Paso a paso observando sus rostros, paso por el mesón, un adiós para la mesera, una levantada de ceja para el maestro sanguchero, eso basta para mí.
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