En la clara y estrellada noche, el guerrero dirigió sus pasos hacia el castillo donde mora la princesa de su cuento.
El frío de la noche quedaba muy externo a sus pensamientos mientras recorría el camino que le llevaba desde la lejana escuela de los guerreros hasta las murallas del castillo. La luna tenía forma de sonrisa, y provocó la propia sonrisa del guerrero, haciendo que se olvidara durante unos instantes del ardor de su corazón. Nadie circulaba a esas horas entre las abigarradas formas de las casas de los artesanos, desordenadamente construidas aprovechando los muros del castillo. El guerrero atravesó el barrio, apenas dándose cuenta que la humedad de sus ojos enturbiaba parcialmente la hermosa visión que desde aquella parte de la ciudad se tenía de la vecina campiña. Se obligó a sí mismo a forzar el ritmo de su caminar, mientras comprobaba con un mecánico gesto la posición de su espada : “Un guerrero de la luz siempre debe estar alerta”, recordó mientras recomponía en su mente la imagen de su adorado maestro.
El guerrero conquistó la posición que conocía : un lugar discreto y tranquilo, lejos del alcance de otras miradas, una privilegiada atalaya desde donde podia ver la ventana a la que se asomaba la princesa desde el borde de sus sueños. Y era allí donde otras noches el guerrero había experimentado la sensación de vivir sus propios anhelos, allí desde donde otras noches el guerrero había compartido con la princesa la inocente y casi infantil ilusión de unos deseos compartidos.
Pero esa noche la princesa no estaba.
El guerrero esperó y esperó … la sonrisa de la luna se desdibujó con la suya, el rocío del amanecer organizó gruesas gotas de agua sobre su yelmo, sus ojos llovieron sobre su armadura, se aflojó la mano que sujetaba la espada y se apagaron poco a poco las estrellas que le acompañaban en aquella despiadada noche.
Fue entonces cuando el guerrero se dio cuenta de la realidad : Había sido hechizado por la reina Morgana, y aquella princesa de ebúrneo rostro y cabellos de Rapunzel ya no era prisionera del castillo … sino de sus propios sueños. El guerrero había contruido su propio castillo de ilusiones y lo había ocupado con su propia princesa, la princesa de su cuento.
Y el guerrero entonces comprendió que verdaderamente no conocía a aquella princesa, y que en realidad la princesa tampoco lo conocia a él … nunca se vieron los rostros, nunca se miraron a los ojos, nunca se rozaron las yemas de sus dedos, nunca pudieron apreciar el cálido perfume de sus húmedos cabellos … Había sido sólo una ilusión creada por la reina Morgana para distraerle de las ocupaciones propias de un guerrero de la luz.
El guerrero abandonó pesaroso su lugar secreto, y en su propio suspiro dejó escapar el aroma de la princesa encantada. Volvió sus pasos hacia el camino, ahora bullicioso de trajín matinal, y se dejó sentir por los resquicios de su armadura el agradable calor de los primeros rayos de sol. Volvió a pasar por las calles, volvió a encandilarse con el parpadeo de las doncellas de diadema floja, y volvió a la escuela de guerreros, a proseguir su formación.
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