Descubrió que guardar silencio le permitía ahorrar muchas energías. Al principio fue ante los pequeños atropellos cotidianos, yo estaba primero señor, tiene que volver otro día, no pise la línea blanca. Después se acostumbró a callar en casa, con razón o sin ella: para qué protestar si total Roberto va a tirar eternamente la ceniza en la alfombra, Susana la vecina siempre dirá permiso voy a sacar un poquito de yerba o me llevo la revista y ya te la traigo, o yo ya sabía que por ese trabajo te iban a pagar dos mangos, las trilladas palabras de su mujer que diariamente raspaban sus oídos.
- Flaco, para qué carajo venís al bar si ni siquiera sos capaz de hablar del golazo de Messi?
Su silencio pasó de molesto a preocupante. Le hicieron estudios, tomografías, resonancias magnéticas. Los psicólogos se cansaron de hacerle preguntas: invariablemente les contestaba asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa con la boca cerrada.
A las cuatro paredes del hospital agregó otras cuatro, construidas en su mente a fuerza de tolerar burlas, insultos y presiones. No era fácil absorber el palabrerío incoherente y ruidoso de los locos, así que poco a poco aprendió a no escuchar. Pasaba horas frente a los ventanales que daban al patio interior, entrecerrando los ojos, intentando eliminar de su mente las palabras pasándoles una invisible goma de borrar, intentando atenuarlas hasta reducirlas a trazos leves y despojados de todo sentido.
Una mañana, cuando tuvo la certeza de que ya no necesitaba hablar, ni escuchar, ni ver, dejó de respirar. Entonces el silencio fue absoluto y perfecto.
© RNPI Nº 155707 - Junio 2008
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