Se levantaba apenas abría los ojos y partía al baño, luego se paseaba hasta que dieran las nueve, o las diez. Se desnudaba, subía a la báscula y finalmente anotaba las cifras. Por algún extraño motivo necesitaba pesarse a una hora exacta. Pero hoy era un día distinto, no quería pesarse, hace dos días había cometido el maldito error de comerse un pan con queso y luego de eso no había podido retomar la dieta y ahora tenía dos opciones o comérselo todo o dejar de comer para siempre. Absoluta perfección o de lo contrario el caos, la grasa, el descontrol y el repudio de todos.
En la cocina se preparó un té, y cortó sus tres galletas de siempre en cuatro partes cada una y las puso exactamente ordenas sobre el plato verde, redondo. Siempre lo mismo, quizá ahora sí podría tomar el control, hasta ahora su mañana iba casi igual que hace unos días a excepción de la balanza. Pero las miró y las encontró fomes, ridículas. Fue a su cuarto y se pesó: dos putos kilos más que la última meta más baja, le dio rabia, se sintió horrible, fea, deforme. Resultado: media hora más tarde estaba parada frente al espejo de siempre tratando de eliminar los tres panes con queso, jamón y abundante mantequilla de su cuerpo. No podía, sabía que era imposible sacarlo todo... que las calorías que quedarían aferradas en las paredes de su estómago serían superiores a sus tres galletas de siempre.
Entonces se la pasó todo el día comiendo –y vomitando- y maldiciendo a todo el mundo a su estómago gigante, a sus pechos caídos, a su ombligo evidentemente desplazado...
A la maldita certeza de no saber comer.
|