New York City; Oct. 29, 1991
“LAS PIEDRAS HABLAN”
La noche hervía en una olla obscura, a fuego lento.
Sin nada más que hacer que rendirse ante la inexorable fuerza del calor y la pesadumbre.
El cuerpo sudando la energía vital, sin fuerzas para escapar de los laberintos en la cabeza.
Pedí fuego. Encendido ya, el cigarillo me llevó hasta la escultura de Picasso, centrada e iluminada, entre los edificios de la plaza, en la esquina de Bleeker St. y La Guardia.
Allí, en ese preciso lugar, aun en las peores noches de verano, corría la brisa de las
decisiones.
Esta vez no llegaban, se escondian detrás de las luces intrusivas, de los camiones y sus bocinas gigantescas.
Nunca antes había sido tanta belleza tan mal usada. Ya no importaban los brillos, ni los cambios de estación, ni las ramas secándose.
No había direcciones a seguir, ni manual de instrucciones.
Era todo territorio desconocido, de ahora en adelante no había necesidad de entender, era todo igual, ya no importaba nada.
Como un sonámbulo, sin apuro, metí la mano entre las piedras del cantero enjardinado que adornaba el espacio entre dos edificios. Tomé una entre los dedos sin saber que hacer con ella.
Era lisa, olía a ciudad, le faltaba la vida que las piedras en el campo o en la montaña tienen. Ya iba a retornarla hacia el anonimato de su pedregal cuando escuché unas
palabras saliendo de su boca opaca y en vez de tirarla me puse a escuchar su historia, que seguía así:
-”Yo también, como tu, creía en cosas lindas, pero ya no importa.
Hace años vivía en la cumbre de una montaña a las orillas de un rio sin fin. Desde allí dominaba con la vista los siete valles de la incertidumbre, a salvo de las sombras y los sueños; por encima de las nubes de lluvia, respirando el viento lleno de paz de las alturas. Sin límites, sin fronteras, sin deseos, fuera de la urgencia del tiempo y la agonía. Allí vivía yo hace mil años.
Un día me tocó un pie descalzo y perdido, pidiendo apoyo en su escalada hacia las cumbres. Pedía con voz de sirena y se lo dí.
Podría haberme negado y así evitar el desastre, pero ante la aparente inocencia de su cuerpo suave, con los ojos llenos de peligro, rendí mi apoyo.
Salí de mis cabales y extendí mi forma sin darme cuenta que ese pié me arrancaría de la montaña en que vivia.
Luego de usar mi apoyo continuó su ascensión, escalando atolondradamente.
Pisando otras piedras en su camino sin ni siquiera verlas.
Yo caí en el abismo sin poder detenerme. La avalancha me arrastró hacia el valle más cercano; el de la obscuridad. Allí quedé tendida sin fuerzas para moverme un año entero, hasta que la lluvia me empujó hacia el río y en el empuje entreverado de las aguas blancas acabé amontonada junto a otras piedras perdidas a las orillas del mar.
Pasaron años...
Las olas y las tormentas revolcándome en la arena, redondearon mi forma y me dieron el brillo de la Luna.
El salitre curtió mi superficie y me curó las heridas. El iodo me pulió y me ungió con su aroma de mar.
Las aves me enseñaron a cantarle al viento, a todo...
Un día pasó un camión inmenso, con entrañas de fierro, rugiendo como un león enfurecido.
Una máquina con manos de acero me levantó y me puso en su caja junto a millones de otras piedras.
El viaje fue largo y tenebroso. Atrapada entre las garras de esa cárcel, prisionera, sin poder luchar, sin nombre propio, ni identidad.
Sin saber adonde iba.
Aquí me dejó finalmente el camión. En este cantero adonde tu te sientas a pensar.
Soy un adorno en este parque de esta ciudad sin nombre, mirando siempre esa escultura sin formas definidas.
Día y noche, noche y día.
Infinitamente alejada de la montaña de los siete valles, pero tan cerca...”
La historia de la piedra me calmó, y a pesar de que la escuché una y otra vez, con cada canto de sirena, con cada piedra, esta vez traía un brillo de esperanza.
Me cautivó por su austera aceptación, su piel morena del iodo.
Quise mojarla con agua para que luciera nuevamente.
Pensé en lo que podría hacer con las otras piedras que quedaban allí, en su cripta de cemento recto y desnaturado.
No la devolví al cantero. Acariciándola la puse en mi bolsillo y la traje conmigo a casa.
Ahora la piedra vive sobre el mantel de la chimenea junto a la estatua de Lao Tsu.
A menudo conversamos los tres sobre la montaña de los siete valles...
A. García
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