Montevideo, Septiembre, 1994
“EL METEORO”
I
Ese amanecer Raúl se preparó el mate mucho antes que los otros peones.
Estaba casi inmóvil, sentado y descalzo, acurrucándose bajo su poncho remendado.
Sus alpargatas húmedas por la helada, secándose cerca de un fueguito, en el que asaba unas tiritas de capón.
Le costaba descanzar cuando llegaban los fríos húmedos.
Le dolía la espalda.
El capataz sabia que en esos días se ponía de mal humor y lo mandaba a trabajar en tareas de un hombre solo, bien lejos de las casas, reparando alambrados.
El uso de la pala pozera más el catre de lona en que dormía, no le ayudaban en nada con su dolor de espalda y por eso andaba mal dormido.
Comenzaba a aclararse el paisaje ante la salida de un sol tímidamente tibio.
Terminó con calma su desayuno.
Peló con sus dientes el último hueso y lo tiró a las brasas.
Calzó sus alpargatas duras, secas, y se sintió un poco mejor.
Mientras armaba un cigarrito de su bolsa de tabaco, llegó a ver con el rabo del ojo,
una luz fuerte que cruzaba lentamente el cielo, dejando atrás una estela azul y blanca.
Era demasiado grande como para ser una piedra de esas que caen desde el firmamento a menudo en el campo.
Luego de un instante, una explosión sorda retumbó en sus oídos y vió que allá a lo lejos, en la laguna, se levantaba una columna de agua, y luego otra de vapor.
Como si hubieran puesto un fierro inmenso al rojo vivo en el agua.
Luego siguió un silencio total.
Recordó que hoy le tocaba ir a reparar unas líneas de alambrados por esos lados así que podria acercarse hasta allí para ver si descubria algo.
Fue hasta el galpón a preparar el carro para su viaje.
Del potrero de animales de trabajo eligió a "La Tiara", ( era la yegua de trote más parejito de que disponia).
Lo llenó hasta los bordes con alambre, postes de Curupay y las herramientas.
Traia las provisiones de boca en un morral, una lona grande, cuerdas, mantas y cojinillos. Lo suficiente para instalar un campamento durante los tres o cuatro días en que tendría que trabajar lejos de las casas.
Cuando terminó, sin decir una palabra, Raúl encaminó el carro hacia la laguna.
En el camino, pensaba en algunas de las cosas que le preocupaban desde hace un tiempo y que no sabia como resolver.
La aventura de aquella tarde, con Maria Efigenia (la hija del patrón), hacía un tiempo ya,
lo dejó con un gusto muy amargo en la boca.
Todo comenzó aquella vez en que le encomendaron acompañarla hasta el potrero de engorde. A recontar unas ovejas que le habia regalado su padre.
Allí mismo mientras el apretaba la cincha de su pinto ella, quitándose la blusa, se le acercó cautivante, buscando que el la tomara.
El pobre peón sin saber como encarar el avance de la jovencita, (el bien sabia de sus
caprichos inesperados) no pudo resistirse.
Casi sin pensarlo, se montó sobre ella, apasionadamente.
Hacia mucho tiempo que no tenia mujer, y mucho menos con la belleza de aquella, blanca como la leche, tan lisa y tan hermosa.
Cuando ella sació su deseo, se arrepintió inmediatamente.
Lo sacudió de encima volviéndolo a tratar enseguida, con distancia, como tratan los hijos del patrón, a los peones.
Para ella, todo eso no pasó de un deseo caprichoso, pero a el, lo dejó marcado por dentro.
Ya habían pasado tres meses, desde aquella tarde de verano.
Desde entonces, ella nunca más le habia dirijido la palabra.
Venia al campo, con sus amigos de la capital, en sus vacaciones, o en los fines de semana largos. Entonces se dedicaban a pasear altaneros como los dioses por sus campos de la
Laguna Negra.
Raúl sacudió su cabeza tratando de auyentar esos pensamientos.
Sabia muy bién que el siempre sería un peón.
Una mujer como la hija del patrón, estaba fuera de tiro.
Se armó otro cigarro con una mano, mientras sostenía las riendas del carro con la otra.
El camino hacia la laguna, serpenteando entre los montes se lo llevó a lo lejos de las casas.
Unos cuantos días de trabajo, fuera del alcance de los ojos de todos, le vendrían bien...
II
Ya casi llegando a la orilla de la laguna, se asombró al ver que en la orilla, yacian docenas de peces panza arriba, flotando inertes.
Entonces recordó, lo que habia visto esa misma mañana en las casas.
Atribuyó toda esa mortandad al golpe que la piedra, caída desde el firmamento, pudiera haber causado.
Detuvo el carro, a la sombra de uno de los tres ombúes que crecían desde hace cien años, al costado del monte. Bajo la vista majestuosa de las palmeras butiaceras que por allí abundaban.
Desenganchó a "La Tiara" del carro. Luego la meneó en un pastizal cercano y comenzó a preparar el campamento. Organizando prolijamente, las herramientas y el material que traía para su trabajo.
Se propuso también, recoger algunos de los peces del agua, para secarlos más tarde, y
comérselos a las brasas.
Aquello era un regalito del cielo para variar un poco la monótona dieta de capón, fideos, galletas y mate de los peones.
En calzoncillos entró en el agua fangosa, con una bolsa de arpillera. La llenó hasta la
mitad con los pescados más grandes.
Estaba sintiendo un poco de frío con el agua hasta la cintura.
Salió a la orilla para comenzar un fueguito y secarse, cuando le llamó la atención algo que parecia ser un gran pez dorado, que de tan grande no flotaba totalmente.
Semi sumergido, reflejando su color a casi un metro de profundidad.
Dejó la bolsa en la orilla y nadó hacia el brilloso pez inmóvil, para arrastrarlo a la orilla.
Cuando alcanzó el lugar, se dió cuenta con sorpresa, de que no era un dorado, sino una piedra inmensa lo que brillaba alli debajo.
La tocó con sus manos bajo el agua, notando que era perfectamente redonda y lisa, pero el agua fangosa le impedía verla bien.
Volvió a la orilla pensando en la mejor manera de llevarla a seco para verla y así saciar su curiosidad.
Entre asustado y anonadado por ese hallazgo tan inusual, se sentó a secarse y aclarar un poco sus ideas. Planeando la mejor manera de mover esa piedra de un metro de diámetro, con los pocos elementos de que disponía.
El Sol estaba marcando el mediodía.
Raúl decidió armar una malla semiesférica de alambre y lona que le sirviera para envolver la piedra.
En cada uno de los extremos aseguró una argolla, hecha también de alambre trenzado.
Allí engancharía las cuerdas para poder zinchar de la piedra con ayuda de "La Tiara".
En un par de horas tenia todo listo.
Se habia zambullido varias veces para enganchar bien la malla, a la bola de piedra dorada .
Arreó la yegua para que comenzara a zinchar, pero la piedra no se movió ni un
centímetro.
Sin darse por vencido, armó con una polea y con la máquina de estirar alambrado, una
espécie de zinchadora mecánica.
La aseguró a un árbol grueso y en dos horas de esfuerzo tenia la piedra sobre seco.
Quitó la malla de alambre y lona que la envolvían.
Con unos baldazos de agua, enjuagó el barro y los camalotes que cubrían la piedra.
Luego se tuvo que sentar anonadado ante el espectáculo que se brindó ante sus ojos.
La tal "piedra", era una esfera perfecta, de un metro de diámetro, de oro macizo...
III
El atardecer lo encontró sentado frente al fuego, mirando su tesoro, ensimismado en una maraña de pensamientos. ¿Que haría con esa bola de oro?
Allí tenia una fortuna suficiente para comprar toda la ciudad de Castillos.
En pocas horas su vida habia cambiado.
Sus problemas habían desaparecido.
Ahora se le presentaban toda una serie de problemas nuevos para resolver.
¿Sería lo correcto llamar al capataz para contarle todo?
Podría regresar a las casas en un viaje de dos horitas al galope para dar la voz de alarma.
Optó por guardar secreto absoluto.
Habia encontrado ese tesoro dentro de la misma laguna.
Esto quedaba fuera de los límites del campo del patrón, lo que le daba a sí mismo,
derechos totales. El alambrado y la ley así lo determinaban.
Cavaría un pozo fuera de los límites del campo, a la orilla de la laguna.
Lo enterraría para esconderlo y luego pensaría, en sobre lo que hacer con él.
A continuación comenzó la tarea de enterrar su tesoro.
Eligió como lugar el centro de un triángulo, enmarcado por tres ombúes centenarios.
Esta vez no le dolía la espalda mientras cavaba el pozo.
Hizo rodar la bola de oro dentro de la fosa, dejándola cubierta con una capa de medio
metro de tierra por encima.
Apisonó bien la tierra para disimular el hoyo, cubrió la excavación con unas malezas y
con yuyos, camuflando así completamente el lugar, como si nada hubiera pasado allí.
Terminó entrada la noche, luego durmió exausto hasta pasado el mediodía, como no lo
hacia desde hace ya muchos años.
Con el alba desayunó con mate y asado con galletas.
Luego se dedicó a reparar los alambrados, la razón primordial de su viaje.
El trabajo le aclararía la cabeza. De todas maneras, Raúl era un hombre de terminar
siempre sus tareas.
Trabajó muy duro todo el día.
El anochecer lo encontró Sentado frente al fuego, en su campamento, a la orilla de la
laguna. A unos metros tan sólo de donde se encontraba su tesoro.
Cuando terminara con esta tarea que le habían encomendado, ya no trabajaría más como peón .
Esta era la última vez que cumpliría las órdenes gritadas con desprecio por el capataz y
los patroncitos.
También se dió cuenta de algo muy importante para el; Ya no le dolía más la espalda...
IV
Luego de unos días, sin cambios aparentes, y ya terminado su trabajo, se presentó ante Germán (el capataz) .
-"¿Terminó con las líneas caídas?" (Preguntó Germán).
-"Si señor. Y también reforcé las esquineras que las vacas habían aflojado, de tanto rascarse en ellas."
-"Bueno, desenganche a "LaTiara" y guarde todo. Mañana tengo otras líneas para arreglar en el potreo de los baguales."
Raúl lo miró fijo a los ojos y le dijo:
-"De eso mismo le quería hablar señor, mañana precisaba irme hasta Castillos para ver al Dr.. A lo de la espalda ya me acostumbré, pero me duele una muela, y a esa no la engaño, ni con caña de la buena."
El capataz lo escuchó contrariado, pero el pedido era legítimo.
Además al otro día era sábado, el alambrado podría esperar un poco.
-"Está bien hombre, pero no vaya a llegar mamado de vuelta a las casas.
Hay visitas de Montevideo y no quiero papelones."
-"Esta bien Don Germán." Contestó Raúl (impasible ante esa meada de advertencia), mientras se llevaba la yegua con el carro hasta el galpón para desatarla.
Desde la puerta grandota del galpón podía ver hasta los fondos del casco de la estancia.
Los hijos del patrón y sus amigos, comenzaban a festejar el fin de semana .
Corría el whisky importado y unos cigarrillos armados, que se pasaban unos a otros,
mientras manoteaban comida de una mesa, bajo la viña.
Un peón lambeta, les preparaba un asadito.
Raúl notó como le parecían todos tan desválidos, ahora que los veía sin el aura con que la riqueza los endiosaba.
Sus ojos ya no tenían el velo de la envidia, ni las ganas de acercarse y ser como ellos.
A la mañana siguiente con el Sol, partió para Castillos en su pinto.
Seria un viajecito de tres o cuatro horas, pues el pinto tenía un andar mucho más ágil que "La Tiara".
Una vez llegado a Castillos, dejó su caballo a pensión en el fondo del almacén.
Se cambió de ropa, compró un boleto del ómnibus para Montevideo y se sentó con la cara pegada a la ventanilla.
Esta sería la primera vez que viajaria a la capital.
Tenia en su bolsillo casi setecientos pesos . Por lo que le habian contado, eso sería suficiente como para pasar la noche en alguna cama barata y conocer un poco la capital.
V
Esa noche Montevideo lucia mojada y brillosa por la lluvia.
Los reflejos de miles de luces le daba un aspecto mágico.
Raúl siguió las instrucciones que le diera un compañero de viaje con más experiencia.
Caminó unas veinte cuadras hasta una casona adonde alquilaban cuartos.
Le tocó uno pequeño, con ventana hacia la calle.
Compartiría el baño pero todo estaba limpio.
Comparado con la barraca donde dormian los peones en la estancia, aquel lugar era un lujo.
Colgó su camisa de repuesto en un armario, puso sus medias y su ropa interior en el cajón de una cómoda. Sobre ella su cepillo de dientes y su navaja de afeitar al lado del peine.
Se tiró sobre la cama, cansado del viaje, pero no pudo dormir.
Pasó horas pensando en la imagen de su bola de oro, enterrada allá en la Laguna Negra.
Tenia la imagen de su preciado tesoro grabada en la retina.
No tenía nada claro en que debería hacer, ahora que era inmensamente rico.
Cuando salió a la calle el sol se estaba poniendo.
La gente volvía del trabajo a sus casas con ansiedad.
Los ómnibus pasaban abarrorados, desbordando partes humanas.
Raúl caminó despacito, perdiéndose en las calles, con los ojos bien abiertos, atento a los detalles de todas esas imágenes nuevas que lo rodeaban desde todos lados.
Se impresionó al notar la diferencia del aire que se respiraba allí.
Los ruidos exagerados que escuchaba, entremezcladose entre sí, lo aturdían un poco.
La lluvia se largó otra vez mansamente sobre la ciudad. La calle se llenó de paraguas.
Raúl epretó un poco su sombrero sobre la frente. Con eso le bastaba.
Se preguntó porqué la gente le corría tanto a la lluvia.
Entró en un boliche, pidió una media luna y un café. Se mantuvo allí sentado cerca de una hora, entre café y cigarrillos. Mirando a la calle por la ventana.
Como un niño, en un jardín zoológico, lleno de animales exóticos.
Repentinamente notó que alguien en la calle se encontraba en problemas.
Un señor de avanzada edad, había tropezado y caído en la vereda de enfrente.
Ni uno de los transaúntes se detuvo a ayudarlo, todos continuaban acelerados, evitando mirar la desgracia de ese hombre, para no verse envueltos en ella.
Raúl dejó dinero sobre la mesa, se precipitó a la calle, la cruzó esquivando autos y se inclinó encima del anciano.
Tomándolo de la mano le pregunto:
-”Buen hombre. ¿Que puedo hacer por usted? ¿Está usted bien? ”
El caído respondió: -”Estoy bien gracias. Fue un simple resbalón. Sólo quisiera llegar hasta un taxi para poder regresar a mi casa.”
-”No se preocupe señor, yo mismo consigo uno y lo acompaño”.
Inmediatamente Raúl paró un taxi, lo ayudó subir cuidadosamente y partieron los dos rumbo a la casa del caído.
Ese hombre resultó ser inmensamente rico, inmensamente agradecido e inmensamente sólo.
Descubriendo a raíz de esa caída fortuíta, que quién lo ayudó, era un hombre noble.
Un simple peón de campo sin educación formal, tan sólo en este mundo como el mismo lo estaba.
A partir de ese momento decidió emplearlo e integrarlo a su vida, haciéndolo partícipe en todos sus proyectos y negocios.
Enseñandole los caminos de un mundo, que Raúl ni imaginaba que existía.
Las puertas del conocimiento y la confianza le fueron abiertas.
El respondió con nobleza, integridad y lealtad absolutas hacia su mentor.
Durante muchos años, Raúl estudió y aprendió los secretos de un universo de insospechables profundidades.
Conoció el mundo entero, hasta que el recuerdo de sus días en Laguna Negra no fueron más, que una pequeña partícula en su memoria.
Durante todo ese tiempo, Raúl contaba con la calma y la tranquilidad interiores de saber que si algún día lo necesitaba, podría regresar a las orillas de la Laguna Negra
desenterrar su tesoro.
Contaba con un respaldo, poseía una riqueza escondida.
Su secreto estaba resguardado, muy dentro, en su interior.
Aquello le permitió ser sumamente generoso y creativo con todo lo que encontraba a su paso.
Dedicándole buena parte de su energía a mejorarse y expander sus conocimientos.
VI
Veinte años pasaron desde que Raúl llegó a la ciudad.
Su viejo amigo, al que el había rescatado de la calle, y que a su vez lo rescató a el mismo de la ignorancia y la soledad, finalmente falleció.
Triste pero en paz, Raúl le ofrendó la última despedida. Lo acompaño hasta su lugar de reposo eterno y allí, se puso a repasar su propia vida.
Recordó sus inicios en la estancia y su tesoro caído del cielo.
Allí mismo, decidió regresar a la Laguna Negra. No para desenterrar su tesoro, sino para visitar el lugar, adonde su vida había tomado un rumbo tan diferente.
Era Domingo, reconoció inmediatamente el triángulo formado por los tres ombúes que marcaban el enterradero de su tesoro.
Bajó de su camioneta y buscó el punto dentro del triángulo, adonde hacia veinte años enterró su inmensa bola de oro.
Finalmente encontró el lugar.
Con sus ojos asombrados no pudo menos que sonreír ante la grandeza de lo que allí vió.
En el lugar exacto adonde debería estar su tesoro, relucía una flor exótica, gigantezca y hermosa. Mirándolo fijamente a los ojos. Como las flores miran a los hombres.
Aquel tesoro caído del cielo hace tanto tiempo, era una semilla...
A. García
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