Final
Aquella tarde, Yurda no apareció en casa. Percival la había convencido para que se ocultaran por una noche en su pequeño departamento. Con la angustia asediándola, pero con su corazón en epifanía, la muchacha aceptó dicha propuesta. Bastó que sucediera aquello para que Hedelber y sus hermanos acudieran al lugar de trabajo de la muchacha y después de interrogar a varios trabajadores, consiguieron el domicilio de Percival.
Éste, acostumbrado a lidiar con todo tipo de personajes que no cancelaban sus deudas, creía saber como enfrentar a Hedelber. Por lo tanto, cuando los hermanos aparecieron en su departamento, él les enfrentó con una escopeta. Sorprendidos ante esta situación, Hedelber y sus hermanos retrocedieron, no sin hacerle saber que se cobrarían revancha.
Yurda y Percival sabían que su vida cambiaría radicalmente y esa misma noche huyeron a otro país. Cuando Hedelber supo esto, lloró a mares, no tanto por el cariño que pudiese sentir hacia su hermana, sino por el pacto roto.
Transcurrieron cuarenta años. La extraña familia estaba compuesta ahora por un penoso grupo de ancianos. Roser apenas se sostenía en su bastón cuando caminaba el corto trecho que mediaba entre su habitación y la de Hedelber, convertido en un greñudo patriarca, apoltronado en un sillón tanto o más viejo que él. Julier y Malissa, en tanto, caminaban con la parsimonia que otorgan los años a los huesos cansados. Ellos, nada esperaban ahora de la vida, Malissa se había olvidado de sus sueños juveniles y Julier jamás volvió a pensar en sus ideales marinos. Ahora, sólo obedecían a la voz cavernosa de su tiránico hermano.
Fue entonces que regresó Yurda. Los años habían sido considerados con ella y cuando se presentó ante sus hermanos, todos acudieron a abrazarla y bendecirla por el feliz regreso. Todos, menos Hedelber, quien, incapaz ya de moverse de su sitial, sólo profirió un curioso graznido.
Después de Yurda apareció Percival, convertido en un próspero comerciante. Y uno a uno fueron presentándose Jasian, Piadra, Barselemé y Cudra, todos varones, hijos de la pareja.
Al viejo Hedelber casi le sobrevino un ataque al corazón. Reparó en Barselemé, quien era su vivo retrato cuando tenía esa misma edad. Reconoció en él a su estirpe y sólo por ello, simpatizó de inmediato con él.
La familia se quedó a vivir con los hermanos durante varios meses y cuando se disponían a abandonar la casa, después de esas largas vacaciones, sucedió algo que trastrocó todos los planes.
Una figura arrogante se alzó delante del portal y les impidió el paso. Era Hedelber, con su rostro congestionado por la furia y sus labios apretados en señal de determinación. Todos se miraron con cara de espanto, especialmente los viejos, que experimentaron una vez más el miedo que les producía ese ser autoritario. ¿Qué había sucedido?
Durante todos esos meses, el anciano Hedelber había estrechado lazos con su sobrino Barselemé, inculcándole sus retorcidas ideas. Barselemé, aún siendo ya un adulto, era muy proclive a influenciarse con ciertas historias, en especial, con aquellas en que el pudiera ser protagonista. Por lo tanto, día a día, fue recibiendo por transfusión hereditaria, todo el legado miserable del anciano. Y se posesionó de tal modo de dicho papel que ese día fatídico se había convertido, por designio diabólico, en el sucesor natural de su tío.
Pasarían varios años antes que la maldición de los hermanos Piuque diera paso a una generación liberada de ese horrible calvario. Cuando, por primera vez, alguien cruzó la puerta de salida de aquella casa siniestra, los primitivos hermanos Piuque descansaban en sus tumbas hacía más de dos décadas...
F I N
|