Hacía tiempo que no te veía.
Poco faltó para que pasara de largo,
impulso de tantas importancias fingidas
y vanas premuras.

Poco faltó para que me perdiera otra vez
tras la esquina eterna
y no te reviviera.

Pero te ví, tus vestigios de altivez,
indiferente al diluvio cruel de los años.

Ha dejado sus anárquicas huellas, el tiempo;
persiste su innegabilidad en tus ladrillos descoloridos,
en tus pórticos caídos, en tu entrada,
otrora majestuosa, ahora ciega,
cerrada como una almeja que olvidó la
Mar tiránica.


Siempre proclive a la resurrección,
desenterró la memoria tu íntima lobreguez.

Allí, en ti, en tus aterciopeladas butacas
color sangre, besé labios inocentes.
Aprendí pobremente a tocar, con timidez,
un seno, a aspirar un aliento dulce y ajeno,
y, entre sorpresa y sobresalto,
experimenté con ingenuidad la suculencia
del miedo.

Fui feliz en tus mundos fantásticos y
en tus interminables personalidades.
Fui feliz y auténtico entre tus sombras
y, sólo en ti, pude imaginar el futuro que
jamás alcancé.


Aquellas palomas jugueteando sobre
el ventanal son los niños que viste crecer.
También ellas dejan sus miserias para
que las conserves en el tiempo.


Me pregunto si antes de morir volverán,
como yo, a enturbiar las aguas del recuerdo
y se volverán oro o sal,
o un elemento a priori,
casualmente dispuesto entre
el ahora inanhelado
y el pasado irreversible,
único e irrepetible,
que llore sus fracasos con ojos duros
y alma sedentaria,
aburrido hasta el fin del fin;

como el Quijote, quizás, después de que los
gigantes dejaron de ser extraordinarios para
convertirse en meros molinos.



Me voy.


Son incontables las distancias y las cercanías;
son inalcanzables las horas concluídas,
y las mentiras que dañaron cosas a permanecer, irreparables.

Me voy porque todo concluye y ya tengo que
reciclar esta vida que se apaga lenta, lenta,
y con algo de aparente malicia.