Los hermanos Piuque se juramentaron a vivir siempre juntos, pasara lo que pasara. Cada uno de ellos (tres hombres y dos mujeres) fue saltando la zanja del jardín mientras repetía con vehemencia: -¡Unidos hasta la muerte! Con eso quedaba sellado el acuerdo que nada ni nadie sería capaz de romper.
El problema consistía en que los hermanos Piuque eran demasiado pequeños cuando acordaron aquello. Enlazados por la sangre, que ya era un pegamento bastante resistente para mantenerlos unidos, los menores obedecían a pies juntillas a su hermano mayor, Hedelber, quien había designado a Julier como su primer Ministro y a Roser como su capitán de ejército. Malissa y Yurda eran simples plebeyas, pueblo sin voz ni voto que sólo acataba los dictados de su hermano mayor, monarca absoluto de la casa.
Varios años después, Hedelber mantenía el poder sobre sus hermanos y se había transformado en un tirano de marca mayor. Huérfanos desde hacía cinco años, era el muchacho quien administraba los gastos de la casa, enviando al resto de sus hermanos a trabajar en los más diversos oficios.
Yurda limpiaba pisos en una importante galería y como era una chica muy bella, aún ejerciendo tan humilde labor, ya contaba con muchos admiradores. Uno de ellos era Percival, un apuesto joven que trabajaba en una oficina de cobranzas.
Una tarde, el joven se acercó a Yurda y sonriendo, le dijo:
-Me pareces demasiado bella para estos menesteres.
La chica, poco acostumbrada a estos halagos, enrojeció, bajó su cabeza y prosiguió con su labor.
-¿Cómo te llamas?
Ella levantó entonces su cabeza y le miró con espanto. Tenía muy claro que su hermano jamás permitiría que ella se relacionara con ningún muchacho. Tal era el poder que ejercía Hedelber sobre sus hermanos, que temblaban con sólo pensar en su mirada fiera.
-Todos saltamos la zanja- bramaba el tirano, sin querer reconocer que aquel trato sólo había sido un juego de niños, que él, en su perturbada mente.
-Hermano, ya somos adultos, continuar con esto, me parece obsesivo- le replicaba Roser, dispuesto a dejar de lado los simbólicos galones de Capitán. Pero, aquel conato que se reducía a una enorme desesperanza que se enroscaba en su pecho, se diluía de inmediato al sentir los ojos acerados de Hedelber fijos sobre él...
(Esto continúa)
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