Empezaba a llover. En el parque la gente corría, tapándose con lo primero que tenía a mano, para no mojarse. Las señoras que salían de la peluquería de enfrente se quedaban en la puerta de esta, esperando a que alguien las recogiera o a que cesase aquel chaparrón para poder salvar su peinado. Una chica que empujaba un carrito de bebé se resguardó bajo el toldo de una cafetería y un hombre con corbata intentaba abrir la puerta de su coche. Al final de la calle se alzaba una pequeña casa amarilla con una verja de madera blanca delante y un enorme jardín en la parte de atrás. En una de las ventanas que daban a la calzada estaba una muchacha de unos veintidós años. Tenía una hermosa melena larga y negra, una bonita sonrisa y unos enormes ojos verdes. A través del cristal contemplaba el paisaje. Veía la lluvia caer, la gente correr y los niños llorar. Lo veía todo pero, en realidad, no miraba nada. Su tristísima mirada estaba perdida en el infinito y su pensamiento se escondía entre sus recuerdos, en lo más hondo de su alma. Su cuerpo estaba en el presente pero su mente había viajado al pasado. A un pasado no muy lejano que había marcado su vida.
Sara tenía entonces quince años. Residía en Dakovica, una pequeña ciudad situada al sur de Yugoslavia, muy cerca de Kosovo. En aquella época era una niña feliz, divertida y con una mirada tan alegre y risueña que todos sus vecinos se enternecían al verla. Vivía con sus padres y sus siete hermanos en un pequeño piso que tan sólo tenía una cocina, un baño y dos habitaciones. Apenas tenían juguetes, ni comodidades pero nunca les faltó que comer. Sus progenitores trabajaban muy duro y durante muchas horas para poder sacar a la familia adelante. Aún así sus hijos no se lo agradecían, no entendían porque otros niños podían tener cosas que ellos no tenían, y se quejaban siempre. Cualquier cosa, hasta el detalle más insignificante, podía dar pie a una protesta general en la que los reproches surgían uno tras otro. “Quiero el muñeco que tiene el vecino”, “mis amigas se ríen de mí porque llevo el pantalón roto en la rodilla”, “nunca estáis en casa”... todos tenían algo que decir. Todos salvo Sara. Ella nunca se quejaba, nunca lloraba, nunca pedía nada. Sabía cual era la situación en su hogar y se resignaba. Siempre había renunciado a todos los caprichos incluso de pequeña, cuando todavía no alcanzaba a comprender lo que ocurría a su alrededor. Se alegraba por las cosas más simples y disfrutaba con los placeres más humildes. Para ella una palabra de cariño de sus padres, un abrazo de su mejor amiga o una mirada del chico que le gustaba valía más que cualquier regalo, por caro que fuera. Miraba siempre el lado positivo de las cosas, ayudaba a quien reclamaba su ayuda, se portaba lo mejor que podía... en definitiva, era feliz.
Pero el 4 de febrero de 1992 todo cambió. Ese día se produjeron los primeros ataques de una lucha que duraría tres años y que cambiaría completamente su vida.
Los indicios de que podía estallar una guerra muy pronto habían aparecido hacía ya bastante tiempo pero, al principio, nadie se alarmó. Las autoridades le quitaban importancia al asunto diciendo que se podía llegar a un acuerdo, que no había necesidad de violencia pero, el conflicto, era inminente. El gobierno yugoslavo no cedía y, en determinados territorios, la población se levantaba buscando la independencia. Ese día comenzó un infierno en Mostar, una ciudad de Bosnia-Herzegovina, que se extendería por la mayor parte del territorio de los Balcanes.
Sara estaba en la escuela, como casi todos los días, cuando una profesora comentó que la batalla había empezado. Los niños más pequeños ni se inmutaron ya que no entendían que era lo que pasaba pero los que alcanzaban a comprender la situación se alarmaban y “bombardeaban” a la maestra con sus preguntas. Querían saberlo todo: dónde, cuándo, por qué... sin embargo la chiquilla de los ojos verdes se había quedado sentada en su pupitre, callada y con la mirada perdida en el infinito. Le preocupaba lo que podía ocurrir, temía las consecuencias del conflicto pero, sobre todo, estaba aterrada ante la idea de que algo malo les pudiera suceder a ella y a sus seres queridos.
Al llegar a casa se percató de que ninguno de sus hermanos sabía lo que pasaba en Mostar, ni siquiera los mayores, y decidió no decir nada para no asustarlos. Para escapar del remordimiento que le producía ocultarles algo tan importante se fue al parque. En realidad era un pequeño jardín, próximo a su hogar, al que los críos acudían a jugar siempre que el tiempo lo permitía. Ese día el viento soplaba con fuerza y Sara se refugió en un pequeño hueco de un árbol centenario. Allí dentro, en la penumbra, lloró. Lloró por todo lo que no se había quejado jamás. Se lamentó por lo que no tenía y por lo que podía perder. Sollozó por no haberse quejado nunca, por haberse pasado la vida pensando en los demás y por el temor de perderla ahora que empezaba a vivir. Pataleó, gimoteó, se lamentó, gritó pero, finalmente, logró calmarse. Para entonces ya había anochecido y, asustada por la oscuridad, regresó rápidamente a casa. Sus padres ya habían llegado y le reprocharon que anduviera por la calle a esas horas. Ella no se defendió, no dio ninguna explicación, sólo los miró a los ojos y les dijo que tenía miedo. Entonces ellos se quedaron callados, la observaron y se dieron cuenta de que la más dulce de sus hijas sí sabía lo que se les venía encima. No les dio tiempo a decir nada porque Sara se fue a su cuarto aprovechando su confusión. Esa noche no durmió tranquila pero tampoco lo haría en mucho tiempo.
Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. Los ataques se extendieron por la mayor parte del territorio balcánico y en pocos meses una pequeña revuelta se convirtió en una de las mayores guerras de la historia.
Se alejó de la ventana. Fuera ya había anochecido y las luces de las farolas ya estaban encendidas, sin embargo ella permaneció a oscuras. Entró a tientas en el salón y buscó un pequeño libro de tapas marrones, muy viejo y con los bordes de sus páginas estropeados por la humedad. Sopló con dulzura el polvo que lo cubría y lo abrió. Era un álbum que contenía fotos en blanco y negro. Buscó rápidamente algo que le había venido a la memoria mientras recordaba. Pasó frenéticamente las hojas una y otra vez pero no logró encontrarlo. Se asustó ante la posibilidad de haberlo perdido pero cuando estaba a punto de renunciar a su búsqueda se deslizó entre sus dedos. Allí, en el suelo estaba lo que buscaba. Un papel. Un simple papel viejo, arrugado y amarillento pero que para ella tenía un valor incalculable. Se trataba de una carta que su madre escribió el día anterior a su muerte. No decía nada de especial importancia. En realidad sólo era una nota de consuelo que su progenitora había deslizado por debajo de la puerta del cuarto donde dormían sus hermanos y ella. Les decía que no tuviesen miedo, que Alá les protegería y que nunca les ocurriría nada malo. Les hablaba de esperanzas, de planes para el futuro, de confianza en “el señor”. Parecía mentira que a las pocas horas hubiera perdido la vida.
Sara volvió al pasado. Vivió de nuevo la noche preliminar al infierno. Sus hermanos y ella se habían ido muy pronto a su habitación. Se habían acostado como siempre en las dos camas que tenían para los ocho, pero no habían dormido. Ninguno lograba conciliar el sueño, ni siquiera los más pequeños cuya capacidad mental no alcanzaba a asimilar lo que ocurría pero que parecían intuir lo que se les venía encima. En la penumbra, todos miraban hacia el techo sin decir nada. Llevaban un par de horas así cuando alguien tocó suavemente en la puerta. Uno de los pequeños se levantó rápidamente pero cuando abrió vio que el pasillo estaba desierto. Sin embargo encontró un papel doblado en el suelo. Se lo llevó a Niuska, la hermana mayor, y esta la leyó en voz alta:
“No lloréis mis pequeños pensando en lo que os puede pasar mañana. Tras la tormenta viene la calma y tras esta guerra vendrán tiempos maravillosos en los que los diez seguiremos juntos y seremos más felices que nunca. Nuestro señor, Alá, nos protege y por ello debéis rezar siempre que os sea posible pues Él os recompensará. No os entristezcáis, no sufráis pues mientras hay vida hay esperanza y con dolor no se consigue nada. Pensad que si algún día papá o yo morimos seguiremos viviendo en vuestros corazones mientras nos recordéis. Dormid tranquilos pues mañana un nuevo día os llenará de gozo.”
Tras leer las palabras de su madre los niños se sintieron más tranquilos y todos lograron conciliar el sueño. Todos menos Sara que seguía mirando hacia el techo sin decir nada. En su interior el miedo era cada vez mayor. Desde el día anterior había tenido un mal presentimiento, un temor que la ahogaba y le oprimía el corazón. Sabía que algo terrible iba a ocurrir en un breve periodo de tiempo pero desconocía qué era y cuando sucedería.
A la mañana siguiente los niños no fueron a la escuela. Toda la familia tuvo que esconderse en un pequeño sótano subterráneo que el abuelo de su padre había construido como refugio por si algún día sufrían una guerra. Nunca lo había utilizado nadie pero ahora había llegado el momento de quitarle partido a aquel lugar. Los hermanos mayores condujeron a los más pequeños por unas estrechas escaleras hacia una estancia fría, húmeda y muy oscura. Sus progenitores vinieron unos minutos después cargados con bolsas en las que llevaban las cosas indispensables para pasar el día.
En el exterior las explosiones se sucedían, los disparos se oían cada vez más cerca, más continuos, y los gritos de la gente sonaban cada vez más desgarradores. Los soldados entraban en las viviendas derrumbando las puertas, rompiendo los muebles, los cristales, disparándoles a los padres, a los niños, a los bebés que lloraban desconsolados. Las madres sollozaban, gritaban mientras veían como sus maridos eran asesinados, como sus nenes manchaban las mantas de sus pequeñas canastillas de sangre y se retorcían malheridos. Los más ancianos cerraban los ojos con la esperanza de que al abrirlos todo habría vuelto a la normalidad.
De repente la puerta de la pequeña casa de Sara se abrió de golpe. Tres hombres armados entraron y comenzaron a revolverlo todo, a destrozar las pocas pertenencias que la familia había atesorado durante tantos años, a hacer añicos los vidrios, a destrozar los muebles... Lo que encontraron a su paso lo destruyeron, incluso los dibujos que los pequeños habían colgado el día anterior en su cuarto. Cuando, después de revisarlo todo, concluyeron que no había nadie en la vivienda se dispusieron a salir de allí en busca de nuevas “víctimas”. Pero todo se estropeó. En un momento aquella familia firmó su sentencia de muerte. Abel, el más pequeño de los críos, tiró mientras jugaba una estantería que se alzaba a unos centímetros del suelo y que contenía multitud de porcelanas viejas. El estruendo fue terrible y ni siquiera la profundidad a la que se encontraban logró evitar que aquel estrépito llegase a oídos de los “asesinos”. Alarmados, los padres, sujetaron al chico para evitar nuevos percances pero ya era demasiado tarde. Los soldados habían oído el sonido metálico y ya habían encontrado el estrecho hueco de escaleras que conducía al sótano. Bajaron sigilosamente los peldaños, como tigres en busca de su presa. Mientras se dirigían a aquella habitación subterránea sonreían pensando en la matanza que iban a cometer, en las vidas que iban a aniquilar. Llegaron a la puerta y la abrieron de golpe. No se veía a nadie, el cuarto parecía completamente desierto. Sin embargo, ellos sabían que el culpable del ruido que habían oído hacía un momento estaba en aquel lugar. Buscaron minuciosamente por todos los rincones y finalmente, tras un montón de ropas viejas amontonadas en un rincón, encontraron a siete chiquillos temerosos que se escondían dentro de un gran agujero abierto en la pared junto a sus asustados padres. Los militares les mostraron sus siniestras sonrisas. Uno de ellos tenía los dientes negros, tan negros como el carbón, lo que hacía difícil mirarle a la cara sin sentir arcadas. Aquellos terribles seres se miraron unos a otros esperando que alguno de ellos diese la orden de matar a aquellas personas. De pronto sintieron unos pasos bajando las escaleras. Sin perder tiempo apuntaron con sus armas a aquellos nueve desgraciados y, sonriendo de nuevo, apretaron el gatillo. Lo último que oyó aquella familia fue la risa de la muerte.
Sara permanecía sentada en el salón, con el álbum en sus manos. Apretaba los labios y su rostro estaba contraído, pero no lloraba. Ni una lágrima empañaba sus hermosos ojos verdes. Seguía ausente, recordando. Recordaba que cuando Abel había tirado la estantería todos se habían asustado mucho. Habían aguantado la respiración durante unos instantes y habían escuchado los peldaños crujir bajo los pies de los soldados. Sus progenitores habían reaccionado. Introdujeron a sus hijos en un enorme agujero de la pared y amontonaron toda la ropa vieja que encontraron en aquel sótano, ocultándolo. Ellos también se escondieron pero no repararon en que allí dentro sólo había nueve personas. Su dulce hija de quince años se había quedado fuera, inmóvil, petrificada por el terror que sentía. En el último momento se había percatado de la situación y se había refugiado en el hueco que había bajo las escaleras. Aquel no era un escondite seguro, pues probablemente sería uno de los primeros sitios en los que buscarían, pero a ella no se le ocurrió nada mejor y eso le salvó la vida. Los militares no repararon en un lugar tan insignificante pero sí lo hicieron en aquel montón de prendas amontonadas junto a la pared. Todo lo que Sara había visto en aquellos momentos la marco para siempre.
Desde aquel rincón vio cómo encontraban a los suyos. Se enterneció al ver a sus hermanos abrazarse llenos de miedo, a los más pequeños llorar sin saber cual era el verdadero motivo de su llanto. Se asustó cuando aquellos hombres cogieron sus armas, alertados al oír unos pasos en la escalera, y se le hieló la sangre cuando, con los ojos cerrados, oyó los disparos que acabaron con la vida de su familia. Sólo fueron nueve tiros pero todos ellos certeros. Cuando recuperó la visión sintió náuseas. Un enorme charco de sangre cubría el suelo y llegaba casi hasta sus pies. Sabía que no debía ver el resto, no debía levantar la vista y encontrarse con los ojos abiertos de sus seres queridos, con sus rostros aterrados, con sus brazos inertes abrazados. No debía, pero lo hizo. Sus ojos se posaron en cada uno de los nueve cuerpos. A medida que contemplaba aquel horrible panorama sentía crecer la ira en su interior. Quería salir, gritar, llorar, pero no lo hizo porque sabía que aquello sería firmar su sentencia de muerte.
Mientras ella luchaba contra sus propios sentimientos los militares miraban hacia la escalera. Los pasos se oían cada vez más cerca y ellos esperaban, ansiosos, la llegada de una nueva “víctima”. De pronto Sara recordó dónde estaba. Al sentir que aquellas horribles miradas se dirigían hacia donde ella se encontraba se agachó todavía más y apoyó su frágil figura contra la pared.
Cuando descubrieron quien era el autor de las pisadas, los soldados, se echaron a reír y siguieron buscando, quién sabe qué, entre las ropas ensangrentadas. Mientras ellos investigaban la niña permanecía acurrucada con las lágrimas resbalando por sus mejillas. De repente algo la asustó y al levantar la vista se encontró con unos preciosos ojos negros que la miraban fijamente. No fue capaz de mantener la mirada. Pensó que era su fin, que aquel hombre la iba a delatar, pero él se acercó un dedo a los labios y le indicó que no hiciese ruido. Ella, confusa, obedeció.
El recién llegado se dirigió a los demás y les dijo que era mejor que se fuesen, que ya habían pasado demasiado tiempo registrando aquel lugar. Ellos obedecieron y se marcharon en busca de más hogares que pudieran destrozar. Cuando se quedaron solos el muchacho ayudó a Sara a ponerse en pie, le preguntó si se encontraba bien y le dijo que debía marcharse y buscar un lugar seguro. Ella le contó que no tenía donde ir, que acababa de perder todo lo que tenía, pero el chico no pudo ayudarla en nada más. Le deseó suerte y se fue, corriendo, escaleras arriba.
La pequeña se quedó quieta, en medio de la habitación, contemplando el terrorífico espectáculo que aquellos malvados habían dejado. Tras unos minutos de reflexión subió, sigilosamente, al piso superior. Al poco rato regresó con unas cuantas mantas y una tina de agua. Con nervios de acero lavó a sus familiares y los tapó. Limpió como pudo la sangre del suelo y recogió lo que aquellos desgraciados habían tirado. Mientras estaba atareada no tenía tiempo de pensar pero cuando terminó sintió una fuerte presión en el pecho. Era como si una malvada mano le apretara con fuerza el corazón y le quitara la vida poco a poco. Volvió a acurrucarse en su rincón y lloró, gritó, dio rienda suelta a todas las emociones que había acumulado. Al cabo de unas horas se quedó dormida.
Cuando despertó, al día siguiente, tenía la esperanza de que todo hubiera sido un sueño pero al ver las mantas tendidas en el suelo volvió a la realidad. Ahora que había descansado podía pensar con más claridad. Estaba terriblemente afectada por lo ocurrido pero recordó las palabras del muchacho de ojos negros y decidió que debía luchar por salvar su vida. Con mucho cuidado subió hasta su cuarto. En una pequeña maleta que su madre había guardado durante años bajo la cama con la esperanza de, algún día, hacer un viaje, metió sus pocas pertenencias. Se vistió un grueso abrigo de lana que había pertenecido a Niuska y se calzó las botas que sus padres le habían regalado el día de su quince cumpleaños. Abrigada y asustada salió a la calle. El paisaje que se encontró estuvo a punto de hundirla de nuevo. Las calles estaban sembradas de cuerpos sin vida, muchas casas estaban quemadas, había gente herida, niños que lloraban... Se escondió por miedo a que los soldados todavía anduviesen por allí pero una voz, detrás de ella, la tranquilizó.
- Ya se han ido.
Dijo alguien a sus espaldas. Sara se giró, asustada, y descubrió a una anciana que, sentada en una silla, intentaba consolar a un niño que había perdido a sus padres. La pequeña volvió a contemplar el espectáculo que tenía delante y se admiró al ver a algunas personas que, a pesar de estar heridas, olvidaban su dolor para intentar ayudar a los que estaban peor. Ahora no sólo veía el desastre sino que también contemplaba la parte más humana de la tragedia. Tirando su maleta y su abrigo a un lado corrió a auxiliar a los heridos. Hizo curas, consoló a los chiquillos, buscó alimento... Se esforzó al máximo intentando reparar parte del daño que aquel terrible conflicto había causado en su barrio. Pero la batalla no había terminado y cada día llegaban noticias de nuevos ataques, de nuevas muertes, de nuevas ciudades arrasadas. Cuanto peores eran los informes más empeño ponía la gente en ayudarse mutuamente y, lentamente, su esfuerzo se vio recompensado. Las ciudades se fueron reconstruyendo, los ataques eran cada vez más débiles...
El 21 de noviembre de 1995 se aprobaron los Acuerdos de Dayton, promovidos por estados Unidos. Los implicados en el conflicto aceptaron las condiciones recogidas en este documento y firmaron la paz.
Después de la guerra, Sara, participó activamente en la reconstrucción de su país. Trabajó de voluntaria en hospitales, ayudó a construir nuevas casas y, en fin, hizo todo lo que pudo por sus conciudadanos. Todos los que la conocían la admiraban por su dedicación y bondad pero ella no se sentía orgullosa de si misma pues, en parte, hacía todo aquello por egoísmo, para olvidar lo que había vivido y sentirse querida de nuevo.
Cuando se notó con fuerzas de emprender una nueva vida decidió irse del país. Resolvió que se mudaría a España pues era un lugar que desde pequeña le había gustado, pero antes intentó encontrar al chico que la había salvado de morir junto a su familia. Tras mucho buscar descubrió parte de su pasado. Tenía cuatro años más que ella y era hijo de un general. Había ingresado en el ejército poco antes de que empezara la guerra pero había sido incapaz de luchar pues era un muchacho demasiado noble para hacer daño a nadie. Su bondad estuvo a punto de costarle la vida ya que, unos meses después del comienzo del conflicto, lo habían acusado de traidor y su padre había tenido que sacarlo del país. Al parecer se había trasladado a Francia pero, realmente, nadie sabía si esto era cierto.
Sara se dio por vencida y llegó a la conclusión de que nunca podría agradecerle lo que había hecho por ella.
Dispuesta a emprender una nueva vida había llegado a España. Había trabajado muy duro para conseguir lo que ahora tenía.
Un ruido la hizo regresar del pasado. Un coche había aparcado en la entrada. Se levantó, dejó el álbum sobre la mesita de centro y se acercó a la ventana. Desde allí pudo ver como su esposo salía del automóvil y se dirigía hacia la verja blanca. Hacía menos de un año que se habían casado pero habían sido los meses más felices de la vida de ambos. Se habían conocido durante unas vacaciones que Sara pasó en el país vecino. La chica contemplaba, embelesada, la Torre Eiffel y él tropezó con ella cuando corría porque llegaba tarde a una reunión. Se habían observado durante unos minutos y la muchacha había sido la primera en hablar:
- ¿Por qué lo hiciste?
Le había preguntado, intentando mantener la vista clavada en sus ojos negros. Él había contestado sonriendo:
- Porque sabía que algún día me sostendrías la mirada.
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