El Gallo
Parte 3 - Amistad
Cuando hubo terminado de comer, Cruz decidió caminar de nuevo hacia el puerto. El hombre del mono se había marchado en algún momento sin que lo notara. En vez de volver por las callejuelas por las que vino, decidió tomar una calle principal que bajaba como ladera. Caminó unas cuadras y al ver dos curas caminando en su dirección, se ocultó en una herrería. Un robusto hombre estaba apoyado en un mostrador de hierro. Lo miró levantando una de sus tupidas cejas. El joven preguntó por una espada, una lanza y una ballesta. El reacio hombre contestó, sin moverse, todos lo precios con acento muy particular. Se hizo un pequeño silencio, Cruz preguntó por un pequeño sable, colgado en la pared detrás del herrero, sobre el dintel de la puerta. –Eze ez un zable corvo no lo he hecho yo, lo trajeron unoz eztranjeros haze un tiempo. No ez barato hijo- le dijo mientras lo sacaba de la pared. -zon 30 monedaz, ¿tienez el dinero?-. Cruz bolsiqueó un poco y solo sacó una. El hombre sonrió y le preguntó: -¿Para qué quierez un arma?, tu tienez que eztar en la ezcuela o trabajando en el campo niño, ahora ve para tu caza para que no enojez a tu madre- le dijo bromeando. Cruz indignado le prometió que conseguiría el dinero para el arma y salió del local, no sin antes recordarle que no era un niño. Se había olvidado por completo del porqué había entrado en la herrería. Caminó enfurecido unas cuadras y de a poco fue volviendo en sí. Cuando llegó al puerto ya era de nuevo el asustadizo extranjero en una enorme ciudad llena de gente. Intentó recordar para donde quedaba la posada, era el único lugar donde dormir, sin que los sacerdotes vieran a buscarlo. Caminó todo lo que quedaba de día. Era temporada estival en Habián, por lo que no fue poco. Cuando ya caía la noche, el azar lo ayudó a divisar la casaca de marinero de uno de sus amigos y lo siguió de lejos. No tenían que verlo, el capitán seguramente ya habría avisado al monasterio. Llegó a la posada y volvió a escurrirse hasta las caballerizas. Se recostó en el pajar. Pero el hambre no lo dejaba dormir. Daba vueltas. Hurgó en todos lados, hasta en los comederos de los caballos sin éxito. Ya pasada la media noche oyó una voz fuerte que llamaba a un tal Gurián a darle de comer a los perros y a las gallinas. Era su momento, se agazapó detrás de la puerta del establo, vio como unos pies arrojaban unos panes y carne en un gran tronco ahuecado y volvían a entrar. Esperó unos segundos y vio que los perros se abalanzaban sobre el tronco. Alcanzó a tirar de la puerta del establo y en el momento en que salía escuchó la puerta cancel y se arrojó hacía un costado. El tal Gurián tenía que darle de comer a las gallinas también y el gallinero estaba dentro del establo. Con mucha suerte para Cruz, aflojó la segunda puerta de las caballerizas y pasó. El posadero ocultó con la segunda puerta al joven maltrecho en el suelo. Arrojó la comida en el suelo del gallinero salió y trancó las puertas. Ahora la comida
de los perros estaba muy lejos, sólo podía robarle lo que pudiera a las gallinas. Entró al gallinero y comenzó a recoger los pedazos de pan, carne y otras cosas indescifrables ni por el color o el sabor. Las gallinas comenzaron a armar un alboroto, por lo que se apresuró y salió corriendo hacia el heno del fondo. Había embolsado la comida en la remera. Y fue donde ocurrió la escena más curiosa. Cuando ya había comido bastante de lo llevado, oculto detrás de un montículo de heno, ya con un poco más de tranquilidad, vio una silueta a contraluz, el gallo. Lo había encontrado y amenazaba con denunciarlo a gritos si no compartía algo de comida. Cruz, con un asustado misticismo, pensaba en que talvez era un espíritu reencarnado en este animal o algo y le ofrendo los restos. Los arrojó, pero no muy lejos de él. El animal, se acercó muy despacio, picoteó lo que quedaba, con un ojo puesto en el ladrón. Cuando hubo terminado lanzó unos “cot cot” y se fue rápidamente por donde vino. Pasmado y cansado, Cruz se durmió como se quedó. Lo despertó su encrestado amigo con su canto, en su último amanecer, en la posada hoy se serviría de plato principal Gallina Asada o mejor dicho Gallo Viejo Asado. El reemplazo, un semental comprado hace un tiempito, estaba llegando junto con las provisiones del día. El muchacho ya despabilado, esperaba que corrieran la tranca para salir, cuando escuchó movimiento afuera. La puerta se abrió para sacar a los animales a comer afuera, gallo, gallinas, y caballos. Cruz aguantó hasta que a lo lejos oyó la puerta cancel cerrarse y salió de su escondite. Oteó por la puerta y se escurrió por el costado del establo. Justo en el momento en que sacrificaban a su amigo con un machete. La cabecita rodó y a Cruz le dieron ganas de vomitar. Corrió rápido, se escapó de la posada de la muerte, sintiendo que en cualquier momento seguiría él. Una vez más llegó al puerto, pero esta vez no había nadie en ningún lado, recién despuntaba el sol. Mejor ubicado esta vez. Llegó donde el enorme barco y se sentó para ver como el resplandor del sol teñía todo de color. Estaba descompuesto y horrorizado. Y el hambre le atormentaba el estómago con dolor. Fue cuando recordó a Kuroq y su propuesta.
Unos meses después, la ciudad de Habián era azotada por un nuevo miembro de la Hermandad del Oso, la temeraria banda de ladrones. Este nuevo integrante era el más joven de todos, tan solo catorce años. Manejaba certera y mortalmente un sable corvo, y su especialidad eran los barcos de pasajeros y sus equipajes. Tenía mucha habilidad para escapar al momento de zarpar, al momento del desembarque o mientras los miembros de la tripulación se relajaban con el ron. Pero era un sujeto dado para el oficio de robar por su agilidad y su facilidad para pasar desapercibido. Su maestro y jefe de la banda, un caminante de pueblos era oriundo de otro continente, y había aprendido las debilidades de estos pueblos, pueblos sin generación, que reutilizaban los conocimientos de quienes venían de otros países y creaban posadas y negocios con nombres de sus ciudades natales. Su debilidad era su individualismo, solo se rodeaban de los suyos y con suerte algún paisano solitario a quien ayudaban como a su propio hermano. No se interesaban en sus vecinos ni por los demás. Esto hacía de carne para la daga de los ladrones, cayendo en barrios por las noches y madrugadas, transformándolos en zonas peligrosas, para después apuntar a las zonas más tranquilas y asediarlas hasta convertirlas en sufridas.
La banda estaba compuesta de cuatro miembros, un jefe y un novato o aprendiz. Cuando algún miembro se separaba o moría, el aprendiz tomaba su lugar y buscaban
integrar a uno nuevo. Todos debían, al entrar a la banda, cambiar su nombre, el jefe Kuroq, los cuatro integrantes, Tibio, Carmón, los primos Ponto y Pato y el novato Gallo. Este último era el nombre de Cruz, elegido en honor a su último amigo, muerto por la crueldad de su amo en una forma brutal y de quien se vengaría algún día, o eso fue, por lo menos, lo que les dijo a ellos. Ya no pasaba hambre ni dormía en graneros, ahora descansaban de día y trabajaban de noche, comían todos juntos en las afueras del pueblo al amanecer, y se iba a su propio cuarto a dormir. Su escondite era una posada abandonada en el bosque por donde pasaba la vieja ruta que se dejó de utilizar por los bandidos y porque las nueva carretas y carruajes no pasaban entre los árboles y las enormes ruedas se atoraban con las raíces. Los mitos citadinos acerca de los espíritus del bosque, asustaba aún a la guardia de la alcaldía y los mantenía alejados de la arboleda.
Pero desde que el Duque partió, las cosas se estaban complicando. El noble prometió solucionar el problema de la inseguridad creando un pequeño ejército remunerado, un ejército de jóvenes de la ciudad, que la conocieran bien y que conocieran a los vecinos y a los turistas. Por más que fuera una promesa de un noble que vivía lejos, fue útil a la ciudad para que ya empezaran a juntarse algunos vecinos y propietarios de negocios para protegerse entre todos. Y eso ponía las cosas más difíciles para cualquier atraco en la ciudad. Kuroq ya había anunciado que si las cosas se complicaban, la única solución era irse de la ciudad, a un pueblo más inocente. Lo que Cruz nunca imaginó, fue lo próximo de tal vaticinio.
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