El Gallo
Parte 2 - Alba y Ocaso
Hadián, se elevaba desde el horizonte y el sol desaparecía. En un viaje placentero, breve y sin mayores complicaciones, Cruz se ambientó al trabajo de grumete. No por obligación, mas por diversión. A la hora de la cena prefería comer con la tripulación que con los pasajeros. Se entretenía con los relatos de amoríos en pueblos perdidos y en continentes lejanos, y en intercambio los curtidos hombres escuchaban los relatos de un jovenzuelo que espiaba entre vestidores de las mujeres dedicadas a la castidad, en especial los cuentos sobre la hermana Gemma, rubia extranjera, llegada al final de su estadía y que acostumbraba bañarse desnuda. El contacto con la hombría, no ya de un olvidado pueblo sin jóvenes, sino con ejemplares de la más rancia virilidad, hicieron en Cruz desear escaparse al llegar a puerto. Y así fue, cuando al divisar un ensotanado personaje oteando entre la gente, hizo uso de su corta estatura y se escabulló entre los marineros que enfilaban para los bajos de la ciudad.
El capitán le negó una y otra vez su permiso para quedarse. Le escuchó la primera vez, pero sin meditar demasiado se dio cuenta que estaría en un problema mayor si dejaba al pequeño alojarse en la posada con su tripulación. Cruz, sin más remedio, se escondió en el establo de la posada, haciendo pequeñas guardias de minutos para ver que no lo dejaran. No tenía idea de cuando partirían, pero él quería viajar como sus nuevos amigos lo hacían. El sueño lo venció. Durmió toda la noche hasta que un gallo intruso, despacito se introdujo en la caballeriza y oteando al visitante, despedazó el silencio con su estridente canto. Cruz, del susto, saltó de repente y corrió sin terminar de despertarse, hacia el fondo del granero, refugiándose en una montaña de heno. El gallo ante tal violenta reacción huyó despavorido (o desgallado, más bien) hacia la casa principal. Pasado el sobresalto y más despabilado, Cruz se animó a salir del establo, sigilosamente. Su intriga era mucho mayor ahora, sintiendo que lo habían dejado atrás, se inmiscuyó por el costado del edificio, esquivando las ventanas. Entró por la puerta principal disimulando ser un alojado, subió por las escalinatas hasta los cuartos. Se sorprendió cuando descubrió todos los cuartos vacíos y ordenados. Pensó que talvez se habían mudado de posada. Salió, como entró. Nadie preguntó por él. Y se inmiscuyó en el bullicio de una ciudad llena de vida. Los mercaderes de los puertos gritaban su mercancía en precios y valores de cambio, un hombre con una carretilla repartía hortalizas y verduras en puerta y un voceador anunciaba el arribo de un Duque en una semana. Agitaba un papel escrito, que al parecer vendía. Se acercó a él y le preguntó por el “Siren” y su tripulación. El muchacho se encogió de hombros y aún mirándolo continuó gritando su noticia. La sensación: inmensa soledad. En una ciudad llena de gente, era un sentimiento que manaba de los desagües, de las chimeneas y de las bocas de todos. Como es lógico, Cruz se perdió. Desesperado comenzó a correr, chocando con todos. Y así llegó al punto de embarque, y una vez más, superado en asombro anta la magnitud y majestuosidad, vio al Siren anclado en el puerto. Estupefacto, se apoyó sin darse cuenta en la pared. Un alivio ahora le recorría las piernas. Quién lo divisó fue el
Capitán, el único tripulante que la noche anterior había vuelto a dormir al hotel. Todos los demás todavía yacían en curda abrazados a postes, en callejones o aún en la enfermería del lugar con algún hueso roto por peleas nocturnas.
-Ay niño, me ha tirado las orejas el cura jefe de aquí- le dijo mientras caminaba hacia él, -que no te has aparecido todavía y que tendré problemas si no apareces-. Se sentó en el suelo y Cruz se sentó junto a él.
-Mira, me recuerdas a mí cuando comencé de grumete, pero no puedo hacer nada. Soy capitán de un barco de pasajeros y pertenezco a la empresa de Hadián- el hombre hablaba mirando la enorme galera, con cierto cansancio. – y el cura ese tiene mucha influencia en mi jefe, no puedo llevarte- hizo una pausa, incómodo, como dándose cuenta de la sinceridad que estaba dejando escapar, -así que tendrás que arreglártelas solo.- Se puso de pie, el muchacho continuó sentado con cara seria.
-Nos marcharemos al amanecer, antes de partir llamaré al cura y le diré que te he visto por los muelles, ten cuidado, es una ciudad peligrosa para los niños.- dio media vuelta y se dirigió al barco.
Cruz se levantó indignado, él no era niño. Se fue del puerto y caminó por unas callejas pequeñas. Subió unas escalinatas de piedra y se encontró con la plaza principal. Una enorme campana en el centro de ella, rodeada de tres gruesos árboles. Pero, al contrario de la plaza de mercado, aquí no había casi gente. En uno de los bancos bajo los cipreses, descansaba un hombre con bonete. A un costado tenía una caja embutida en una estructura de hierro, con una rueda de bicicleta. Sobre ella un mono pequeño. Cruz se acercó hacia el banco de enfrente. Se sentó mientras miraba fijamente al hombre del bonete. Estaba dormido y nunca notó su presencia, pero el mico sí. El animal dio unas vueltas por el banco, saltó hacia delante y comenzó a caminar en dirección al muchacho. Cada tanto frenaba su andar y volvía unos pasos mirando a su dueño, preocupado, sabiendo el reproche. Pero al final llegó a Cruz. Lo estudió, caminó a su alrededor y saltó a su lado, mirándolo fijamente. El joven, con su lógica mezcla de curiosidad y pánico, estaba duro. El animal extendió una manita con la palma hacia arriba haciendo unos suaves sonidos vocalizados. Cruz metió la mano en el bolsillo y encontró una medallita con la Santa Cruz. El mico se la arrebató y con una ágil maniobra volvió hasta su dueño. Se sintió estafado y estuvo a punto de pararse para ir con el hombre del bonete, a reclamar por el robo del mono, que le saltó encima y gritando, con rabia colgándole de la boca, le asaltó los bolsillos y... . Una mano lo tomó del hombro y lo sacó de sus cavilaciones. Un hombre se sentó a su lado. Olía a ron, a mucho ron. Llevaba una barba descuidada de días, el pelo enmarañado y unos ropajes oscuros. Cruz, instintivamente, se hizo a un lado y lo miró sorprendido. –No eres de aquí muchacho, hasta hueles raro- le dijo mientras sacaba una pipa y un cerillo. La encendió, pitó, lanzó el cerillo todavía encendido hacia delante y acomodó lo que hasta ese momento parecía un palo entre sus piernas. Una espada, larga y enfundada, con el cinturón enrollado en la empuñadura. La mirada boba de Cruz se clavó en el arma. –Veo que tampoco sabes hablar muchacho, mi nombre es Kuroq- Pitó la pipa una vez más y extendió el brazo derecho en señal de saludo. –yo... soy... Cruz...- la voz tímida del joven era un chillido entrecortado, y le hizo sentirse un niño asustado. El hombre volvió a pitar se recostó y estiró las piernas. –Oye, ¿tienes hambre?- y lo miró a los ojos una vez más. Cruz
asintió con la cabeza. Kuroq revolvió un bolso en el suelo y sacó un pan unos trozos de carne envueltos en papel. Se lo entregó al muchacho y éste lo devoró ansiosamente. Su última comida había sido la media tarde en el Siren.
-¿De dónde vienes, qué haces aquí?-inquirió en señal de pago el hombre -Vine en el Siren, pero para ordenarme como sacerdote... no quiero-contestó. Kuroq lanzó una carcajada, -lo sé, la sotana sobresale de tu bolso, pero no entendía que hacías en plaza del pueblo. Escucha, te propongo algo. Te propongo que trabajes conmigo y a cambio te daré dinero para que comas. Te veré mañana, al amanecer por aquí- Se paró, hizo un saludo con la mano, puso su espada al hombro y se marchó. Cruz, no terminaba de comer todavía.
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