No era la primera ocasión en que lo veía pero nunca pudo evitar el escalofrío cada vez que cumplía la tradición y le llevaba las ofrendas para aplacarlo. Hacía cientos de años que lo habían relegado al enorme cráter que se abría como una puñalada en medio del bosque, y él era el encargado de arrojar desde lo alto del acantilado las dádivas que recolectaba la villa. En medio de la profundidad de aquella hondonada descansaba el ODIO.
Se llevó al niño para mostrárselo, él ya estaba viejo y su nieto sería quien le sucediese en su labor para proteger al pueblo de la criatura. Repitió para su pupilo la leyenda popular, palabra por palabra, de cómo surgió el ser maldito y cómo fue desterrado de la villa, así mismo relató la otra versión, menos conocida, la que cuenta que una vez fue un hombre dominado por la ira de tal modo que terminó transformándose.
Le dijeron que el niño aún era demasiado pequeño para comprender, pero tenía la certeza de que debía aprender cuanto antes el peligro que representaba aquello, a pesar de que, hasta donde alcanza el recuerdo y la tradición, jamás nadie vio al ser moviéndose. Se limitaba a permanecer allí estático, en el fondo de la sima, mientras el abuelo lo señalaba con el índice relatando la historia para el pequeño.
EL ODIO era una gigantesca esfera de púas, un compendio de espinas afiladas con dientes de sierra. Surgían todas como un millar de lanzas desde un mismo punto central, y poseía dos grandes alas formadas por cuchillas en lugar de plumas. Su aspecto bastaba para amedrentar a cualquiera y provocar la congoja en el alma.
Absorto en su narración, el abuelo no se percató de cómo descendió el niño por la hondonada, resbalando ladera abajo tras un juguete que formaba parte de alguna ofrenda que ahora yacía en el fondo. El anciano observaba absorto el ODIO, cuando vio la figura de su pequeño acercándose a la muralla de aguijones que conformaba la criatura. El terror lo paralizó mientras contemplaba la diminuta figura correteando con un juguete en la mano, adentrándose por los filos y las descomunales espinas.
El niño avanzó entre los pinchos, rasgándose la ropa y la piel, pero no pareció importarle, continuaba hacia el centro del ODIO ofreciendo su juguete con una sonrisa en la boca. El chiquillo ensangrentado alcanzó el corazón del ser, una especie de bola de hueso de superficie lisa y cálida, de la cual surgían todas las protuberancias punzantes del ODIO, y sin pensarlo se abalanzó sobre el núcleo con sus bracitos extendidos en un gran abrazo.
ODIO respondió de la única manera que sabía, cien mil agujas saltaron desde su interior, y el cuerpecito traspasado se desplomó, oculto a la mirada de su abuelo por las larguísimas púas.
El viejo no vio la escena, pero no le fue necesario, pasó horas derramando todas las lágrimas que tenía hasta quedar seco, de tal manera que tampoco advirtió el cambio. Las espinas del ODIO se habían vuelto menos afiladas y sus punzones disminuyeron de tamaño… ODIO había recibido su primer abrazo.
Ya sin más llanto que verter, el anciano le sostuvo la mirada al ODIO hasta que sintió que la energía le abandonaba. Así que dio media vuelta y se dispuso a volver por el mismo camino. La gente que se cruzó por las sendas de regreso no le dirigió la palabra, pues advirtieron en aquel hombre de barba cana una mirada estremecedora, y sobre todo, unas largas espinas que nacían de su espalda.
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