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TRÁGICO MILAGRO

Cuento escrito entre copas de Pisco.
En memoria de los caídos en la iglesia San Clemente.

Pese a mis periódicas flaquezas emocionales, yo siempre he hecho un esfuerzo para erguir mi frente y seguir circulando por los áridos caminos de la vida. Como si se tratase de un monstruo incauto, yo he vivido empapado con los abstractos líquidos fríos de la soledad, de la desdicha y la angustia, sumergido en un mundo al cual mi alma repudiaba con profusa impotencia. Nunca supe a quien culpar mi infortunio, pues a medida que iba despidiendo mi infancia, buscaba al autor de mí existencia, pues todo el mundo tiene su creador, todos alaban a un dios ortodoxo, proclamándolo su absoluto creador; hasta los hombrecillos mas indoctos creen en un dios que su cultura le chantó; en cambio yo, he ambicionado crearme un dios y he tropezado siempre conmigo mismo. Mi madre, en cambio, tiene su dios, y puede hablar con él e introducirse en su cuerpo y operarlo a cambio de una decisión que corresponde a su alma. Ella dice: “Hijo mió, si no encuentras a tu dios, a quien culpar todas tus aflicciones, ve culpándome a mi, hasta encontrar a tu dios” Pero yo no podría hacer tal cosa, por que seria conspirar con la soledad cuando lo que necesito es deshacerme de ella. Por otro lado, ella hace que aún siga con vida y le da, de vez en cuando, un toque de alegría a mi vida. Por eso, sufro con gran cuidado, a fin de no hacer daño a alguien o de volverme loco.

Más hablaré de este instante, sin ahondar en mi crispado sufrimiento que carece de valor.

Esta tarde sugiere muerte, el cielo parece disimulado con un inmenso crespón cuya longitud concluye en mi alma. En esta tarde parda, todas mis nostalgias pasadas han venido a oficiar mi nostalgia presente, teniendo como testigo a mi madre tendida en una cama; está muda, quietecita, y no hay nada en su faz que no sea pena. Un tumor cerebral la llevó a aquel hospital, ahora solo le queda unas horas de vida, según el doctor. No hay un solo atisbo de esperanza en mi interior, parezco más fallecido que mi madre, tan cerca al vacío de ya no poder más con este dolor.

Una enfermera abordó mi llanto con una ternura casi familiar, vestía de blanco glorioso y era hermosa, tenía una silueta angelical al que le presté un poquillo de atención no obstante de todo. Al ver mis lágrimas, sustrajo un paño de su espacioso bolsillo para después ofrecérmelo asentando una fisonomía ligeramente triste. En sus ojos negros pude ver la virtud que resplandecía trémulamente en su alma; del mismo modo, advertí su anhelo de acoplarse a mi tristeza y ayudarme por lo menos a respirar con establecida secuencia.
__ ¿Puedo hablarte?
__Talvez si__ dije.

Se ubicó modestamente en una silla, a casi un metro de mí. Todos sus movimientos estaban maniobrados por su alma, ella se movía con mucha cautela y prudencia, como para no mostrarse superior; no querría talvez que yo pensara que era una de esas enfermeras cursis que se les antojaba de vez en cuando hacer el papel de psicólogas que consuelan a los familiares dolidos. No, ella parecía muy humilde y lo que hacia lo hacia con amor.

__ Me encargaré de distraer tu tormento por unos minutos. El año anterior estuve en la misma situación, el destino no fue tan amable conmigo y se llevó a mi madre; pero en los próximos días de desvelo alcancé a entender por que lo hizo. De hecho, no fue tan cómodo sobrellevar una vida huérfana, pero me fui acostumbrando a los golpecillos que me concedía el azar. No hubiera logrado nada de eso si no fuera por alguien a quien yo no le daba el mínimo crédito, pero él subsanó mis ideas y caló con su agua vendita mi alma. A él debo mis constantes alegrías y mi vida entera. Desde que lacé mi vida con la iglesia mi existencia fue cobrando sentido y valor.

Era casi inminente su monologo religioso, sabía que no haría otra cosa que hablarme de dios y sus experiencias con él. Pero hablaba de él con una convicción que estoy seguro emanaba de su alma, articulando cada vocablo con mucha precisión y ternura. Yo oía su voz como se oye una sinfonía que flexibiliza el alma, mientras dirigía sus palabras por la vía que llevaba hacia mi alma, impugnando mi empedernida soberbia de adolescente. Para ser franco, la consideré una mujer de otra naturaleza, un personaje mitológico de cuentos de hada; talvez exageré en juzgarla así, por lo contrario, mi imaginación hubo de estar incoherente, por lo mismo que estaba vestida de blanco y era rubia y, blanca.

Mientras en mi interior agudizaba alguna frase que no arruinase ese momento celestial, una voz de micrófono la llamó y ella irguió su hermosa silueta con mucha prisa y para despedirse me dijo: “Hoy hay misa, la iglesia te espera, no pierdes nada si vas a rezarle al grandísimo” Y echó a andar presurosa, dejándome perplejo, pero con una buena sensación de fe, algo que nunca antes había proyectado.

Dejé el hospital y abordé el primer taxi que advertí por la sombría calle. Mi mente se había liberado de la mayor porción de soberbia que yacía en mí. Me sentía más ligero, como si me hubiese restablecido de una latosa gripe. La voz de la enfermera percibía mi oído y motivaba a mi alma.

A lo lejos, advertí una inmensa iglesia barroca al cual, en mis 18 años de vida, nunca me había afiliado. Pensé entonces en el tiempo que perdí, basándome en complejas filosofías. Evoqué mis soledades y nostalgias con cierta amargura en la conciencia, por que pude haber invertido mi vida esteparia a una vida de concordia con la sociedad y dios.

Y de pronto me hallé sentado una banqueta ubicada en la última fila del santuario. Había pocos parroquianos, la carencia de bullicio y el olor a madero añejo despertaba en mi, cierta preocupación. El cura posiblemente llegaría después, pues solo advertía a un sacristán lustrando las esculturas. Curioseé con la mirada todo lo que había ahí, desde los cuadros hasta los más mínimos detalles barrocos. Los parroquianos entraban y salían con mucha cautela, evitando hacer ruido.

Dejé de inspeccionar el lugar y pensé en la enfermera, deseé que ella estuviese junto a mí, pero tenía que conformarme con recordar su voz. Sin más, intenté concentrarme para hablarle al todo poderoso, y pedirle que salve a mi madre. Cerré los ojos y empecé a improvisar una oración tratando de sumergirme en lo más profundo de la fe. Le solicité perdón en son de introducción, y luego emprendí con las peticiones de alto grado. Despedí unas lágrimas al concluir, talvez lo hice por que pude concebir la fe tan en mí como a mis sentimientos más comunes.

Equilibré mi escuálido cuerpo arrepentido. Hallé en evanescencia la oscuridad que palpitaba en mí ser. Despedí con un prolongado suspiro toda mi añeja amargura, y mi aliento se tornó en un aromático roció de alba. Abrí mis ojos a pausas, como queriendo alardear el nuevo traje de mi alma; y como quien advierte una hoguera en un desierto de nieve, advertí trozos de concreto fusionado con alambres afilados descendiendo sobre la desesperada masa de feligreses que corrían por doquier gritando con una incoherente locución: ¡fin del mundo! ¡Terremoto! ¡Dios!. En mi atómico juicio pude preguntarme si ya estaba muerto, mientras los devotos aún articulaban el nombré de dios con un volumen tan bizarro que asemejaba al ruido del concreto que daba hacia otro mas grueso. Y mi mente se tornó nada, una absoluta nada, una absoluta muerte en una iglesia barroca al cual, en mis 18 años, nunca me había afiliado.

Texto agregado el 19-11-2007, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-12-2007 !GUAUH!,,que palabras, exelente la forma en que articulas tu vivencia, es unos de los mejores relatos que he leido,recuerda que la casa del Señor es un Hospital y por toda las penas que pases no te alejes de El,espero que tus dias de amargas Metàforas pasen luego,espero que estes bien amigo, te tengo una propuesta ya que cumples con la edad y el perfil en mi experimento http://criminalesaprendizes.blogspot.com necesito crimenes para un buen Prontuario para este blog.conversemoslo en messenger, chao que estes mejor. mauricioximoron
 
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