Uno siempre quiere viajar al lejano oriente por el atractivo místico, exótico y distante que ofrece, el deseo de encontrarse con el otro es magnético.
Yo quería encontrarme allá, después buscarme aquí y no encontrarme nunca.
Viaje a bordo de una tortuga gigante, porque es un método mucho más seguro que el barco y el mismo avión, además de ser más rápido.
Cuando llegué, esperaba ver todas esas cosas que a uno le cuentan sobre esa parte del mundo: dragones de jade volando en los alrededores, acróbatas en cada esquina, mujeres hermosas por todos lados, ya sean geishas o mujeres orientales comunes vestidas siempre con kimonos, esperaba ver seres religiosos iluminados en cada persona que me pasaba por enfrente; pero no vi nada de eso, todo era tan normal.
Los niños con ojos de arroz me miraban, su piel amarilla parecía ser de otro mundo, y sin embargo yo no los veía exóticos a pesar de la pipa de opio que fumaba.
Visite museos, admire pinturas, cerámica, vi teatro “no”, y aunque me agradaba lo que veía no tenia el misticismo y exotismo que yo esperaba encontrar en oriente.
Disfruté de la comida china, baile con las geishas japonesas, visité monasterios coreanos, aprendí artes marciales con monjes ascetas. Pero al cabo de 100 años ya estaba aburrido y como acababa de cumplir mis 250 decidí marchar.
Me despedí del monte Fuji, que suele pasarse las horas hablando con la muralla china sobre el pasado remoto, medité por última vez viendo los jardines de Kyoto, bese a todas las geishas que conocí, recogí mi nueva espada y espere a que un pájaro del emperador viniera a recogerme, yo ya no volteaba al cielo para ver dragones, se que no están allí, solo están en la imaginación colectiva.
El pájaro del emperador me dio una última visión del ahora cercano este, que en ese momento me resultaba tan familiar, tan acogedor.
Cuando al fin ya nos alejábamos, alcancé a ver con el rabillo del ojo algo verde, como una serpiente que iba encima de nosotros con una mujer blanca de porcelana a cuestas, seguidos de una horda de hombres armados con espadas y precedidos por seres calvos envueltos en túnicas multicolores que arrojaban flores de loto a la tierra.
Parecía una comitiva que se dirigía a una nube en especial, en donde por un instante antes de que el pájaro volara más rápido rumbo a mi casa, alcancé a ver a un hombre con los ojos de arroz vestido de dorado que salía a darles la bienvenida.
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