“En sus últimos días”
Como todas las noches, se acostó sintiendo el peso de la soledad. La edad y la viudez lo abrumaban aunque no sabía cual de los dos males era el peor. Tampoco le importaba demasiado, ¿qué diferencia podría haber entre uno u otro dolor? ¿Para qué saberlo? De cualquier manera, sabía que ambos eran irremediables.
Cada mañana era despertar a un día vacío y monótono. Primero la higiene personal, luego un desayuno liviano, la lectura del diario en busca de los viejos camaradas y un almuerzo frugal a base de verduras y pastas. Por la tarde, una siesta reparadora y el tedio, el más absoluto tedio y esas inmensas ganas de no ser o, tal vez (pues esto no lo sabemos), de no haber sido nunca.
Algunos días, si el clima era propicio, salía a dar un paseo. Pero volvía pronto porque temía a las caras y, principalmente, a su propia cara en los ojos de los otros. La ciudad, que no era la de su juventud y ni la de sus triunfos, lo ahogaba y lo llevaba a pensar: “¿Por qué no terminar con todo esto?” La respuesta era siempre la misma; porque temía a la muerte, o más precisamente, le temía al después. ¿Cómo sería juzgado?
Por él habían muerto millones de personas, por él habían muerto seis millones de judíos. Por supuesto, no se arrepentía de nada, pero tenía pavor a la sentencia que pudiera dictarle un judío de Nazareth crucificado dos mil años atrás.
|