El soldado no entendía lo que pasaba. Un niño, que le hablaba en algo parecido al árabe se interponía en su camino, el soldado se había quedado solo, el resto de la patrulla continuó por la otra calle mientras él quedo plantado frente al niño.
Este le hablaba sin detenerse, era una letanía interminable e incomprensible a la que el soldado, por más que intentaba, no podía dejar de escuchar. El niño metió la mano entre los sucios harapos que cubrían su pequeño y ante los atónitos ojos del soldado, se sacó del pecho el corazón.
Sangrante y aun latiendo, el niño se lo ofreció al soldado, que aterrorizado y sin entender muy bien porque, disparó sobre el niño.
El cuerpo de la criatura, tras caer al suelo con una suavidad fantasiosa, desapareció.
Esa misma mañana, al despertarse, el soldado tomo una pistola y se suicido.

Vuelve el soldado,
vuelve cansado.
De miedo vuelve manchado,
de violencia salpicado.
Vuelve sucio el soldado
de los niños que ha matado.