LA CASA DE TRES PATIOS
Recuerdo esos días lluviosos de invierno, fríos y oscuros, en que el patio se inundaba. Veo a mi padre con su largo abrigo negro, sombrero gris, provisto de una escoba forrada en un trapo, tratando de destapar la pileta, dándole como un embudo arriba y abajo. Mientras tanto yo sostenía un paraguas sobre su cabeza, callado, tratando de no opinar sobre el sistema hasta que se producía un ruido sordo y el agua comenzaba a irse lentamente.
Entrábamos al escritorio y luego mi madre nos traía un te humeante, aromático, a veces con sopaipillas pasadas, que era una delicia. Entonces conversábamos con mi padre y encendía la radio RCA con su mágico ojo verde que se agrandaba o achicaba hasta quedar bien sintonizado. En el centro de este aposento había una gran mesa inglesa que debió haber sido de comedor pero que se utilizaba como escritorio. Mi padre se colocaba en un extremo a escuchar su radio y yo me situaba en el otro a hacer mis tareas iluminado con una lamparilla de pantalla verde. Al frente, un reloj de pared movía lentamente su péndulo y daba unas campanadas sordas porque ya estábamos habituados y nadie las escuchaba. Pero lo que más me gustaba era la lámpara de muchas luces que colgaba sobre nosotros. Era de metal, de bronce tal vez, con tulipas de una opalina muy fina que solamente podían ser limpiadas por mi madre con gran cuidado y en ocasiones especiales. Cuando sentíamos un temblor, en medio de la crujidera la mayor preocupación era esta pieza de colección que se bamboleaba con mucha gracia, sonaba como caja de música y parecía que se iba a desprender de su cadena para caer con gran estrépito sobre el escritorio. Felizmente, eso no ocurrió nunca y llegó a formar parte del remate de todo el mobiliario, una vez que nos hubimos cambiado de casa.
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Eran los tiempos finales de la Segunda Guerra Mundial y la BBC de Londres emitía sus trasmisiones a una hora determinada, anunciando el avance de las tropas aliadas hacia Alemania. La estática molestaba bastante y a ratos se iba la onda pero esto le daba más emoción a las noticias y yo creía que podría escuchar el ruido de las bombas o el paso de los aviones. Mi padre tenía un mapa de Europa donde señalaba con unos alfileres especiales los lugares donde transcurría la acción. Tengo muy claro el día en que el locutor dijo con cierto entusiasmo que habían desembarcado en Normandía.
-Al fin llegaron a Francia, dijo mi padre, con verdadera alegría. Ya falta poco para Berlín- Y me llevó a su mapa para mostrarme el lugar exacto, que yo consideré algo lejano de la capital alemana.
Este período de la guerra también era seguido en el colegio donde había compañeros de curso partidarios de los alemanes o de los aliados, según fuera la opinión de sus padres. Los japoneses no entraban en este escenario, tal vez por ser una guerra más lejana a nuestros hogares. Esto daba lugar a unos combates en los recreos en que algunos se creían formar parte de la aviación y arremetían contra los más chicos, que estaban en tierra recibiendo un maltrato indiscrimado e injusto. Pero entonces intervenían otros más grandes que hacían justicia a pedido de los más débiles y se armaba una batalla en medio de gritos y golpes que duraba hasta el toque de campana. También a la salida de clases se ajustaban algunas cuentas pero eran muy poco frecuentes ya que estaban nuestros padres a la vista.
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La casa se prestaba para invitar algunos amigos y compañeros de curso ya que había un gran patio al fondo con algunos árboles donde era posible esconderse y jugar a una mezcla entre bandidos, piratas o soldados. En una esquina un gallinero mantenía encerradas alrededor de diez o quince gallinas y un hermoso gallo de cresta colorada, todos en espera de convertirse en humeante y sabrosa cazuela un fin de semana cualquiera. Sobre ellas, un palomar con su permanente ruido de alas en un ir y venir por los techos cercanos. Yo las conocía a todas y les ponía los nombres de mis héroes favoritos que veía en las seriales del cine Metro del Centro, en las infaltables matinales de los domingos a las once de la mañana. Mis padres parecían tener gran afición por los animales porque en el primer patio había una pajarera gigantesca llena de canarios y pájaros silvestres de todas clases. También teníamos perro y en un tiempo circuló por la casa una tortuga que un día desapareció sin dejar rastro.
Una vez al año llegaba un camión cargado de leña de espino y carbón en sacos que se amontonaban al final del patio del fondo, debajo de un cobertizo. Su aroma nos traía recuerdos del campo, de hojas sobre el pasto recién mojado, del bosque después de la lluvia. La transportaban unos hombres corpulentos que se cubrían la cabeza con un saco blanco, en grandes canastos de mimbre. Era el combustible de la cocina y de un fogón donde se colocaba una palangana grande de cobre para hacer dulce membrillo.
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Esta leñera era una especie de fortaleza que debía ser tomada a toda costa y los combates eran con espadas de madera, algunas de buena calidad, pero que siempre terminaban quebrándose y todo terminaba con algunos llantos e insultos de los perdedores que se retiraban jurando no volver nunca más. Pero antes de irse mi madre los calmaba con un vaso de leche o un jugo de naranja y todo volvía a la normalidad. Entonces había que inventar otra cosa y casi siempre terminábamos jugando fútbol en dos equipos de tres por lado, si era posible, o bien lanzamientos al arco en turnos hasta que alguien metía tres o cuatro goles.
En ocasiones la pelota se iba para la casa del lado en medio de este alboroto. Entonces nos subíamos a la pared divisoria que tenía tejas en la parte superior y empezaba la operación rescate. Allí vivían unas señoritas cincuentonas en compañía de una sobrina de nuestra edad, siempre vestida con un delantal blanco, largas trenzas y grandes ojos negros que nos miraban con deseos de jugar. Nos lanzaba de vuelta el balón y reía a gusto como si fuera la mayor de las travesuras. Pero apenas las vecinas nos veían asomados en la muralla comenzaban a gritar y se llevaban a la niña para el interior de la casa. La cuidaban como hueso de santo y no permitían que habláramos con ella. Algún tiempo después nos dimos cuenta que ya no nos estaba esperando y no supimos más de esta hermosa niña solitaria. Según le contaron a mi madre, la habían internado en un colegio de provincias. Parece que todo esto era un secreto de familia pero a mi me pareció siempre que era una gran crueldad, un misterio de aquellos que nunca pudimos descifrar hasta que nos fuimos del barrio.
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Esta casa no estaba lejos de la Alameda Bernardo O’Higgins y más bien próxima al cerro Santa Lucía. Tenía todas las incomodidades de las casas antiguas: piezas muy altas, baños apartados de los dormitorios, techos de tejas poco confiables que permitían las infaltables goteras y, sobre todo, falta de luz y mucho, mucho frío. Mucho después, leyendo a Joaquín Edwards Bello, decía que antiguamente la calefacción no se conocía o se rechazaba. Los chilenos viejos creían que la llamada “calefacción central” era nociva. Tampoco la había en los colegios ni en las iglesias. Era corriente ver en los teatros a personas que no se quitaban los abrigos y que se arropaban los pies con un “chalcito” para pasar el frío.
Una vez que nos acostábamos en invierno, nadie se movía de su cama y había que recurrir a la bacinica, cantora o vaso de noche, como decían algunos más elegantes, que estaba al alcance de la mano, debajo de la cama. Pero si se trataba de algo mayor, era necesario salir al baño que estaba uno o dos dormitorios más allá, pasando por el escritorio y el comedor. Allí la cosa no era del todo agradable pues nunca hubo ningún tipo de calefacción para esa pieza de frías baldosas. El silencioso no era tal sino que al tirar la cadena del estanque se producía un gran estruendo con la caída del agua.
La calefacción, al menos en nuestra casa, era bastante primitiva. Consistía principalmente en braceros a carbón de espino que se ubicaban en determinados lugares y que era necesario ir alimentando de vez en cuando. Sobre las brazas se colocaba una tetera cuyo vapor era necesario para no secar el ambiente. En el dormitorio de mis padres había uno de forma redonda con ruedecitas, de bronce, con una tapa en forma de campana con orificios para hacer salir el calor. Tiempo después vi uno semejante en el Museo Histórico Nacional formando parte de un ambiente colonial. Actualmente, lo tiene mi hermano mayor con gran satisfacción por ser una pieza única. También teníamos estufas a parafina pero, generalmente, no había combustible pues era necesario ir a buscarlo a un depósito que estaba a algunas cuadras de distancia.
Las puertas eran altas y tenían postigos y tragaluces, dos elementos para dejar pasar la luz durante el día y que se cerraban en la noche como precaución y forma de dormir más tranquilo. Cada dormitorio tenía su respectivo ropero, algunos con espejo al centro o costado, gran espacio para guardar ropa lo que permitía a los más chicos esconderse detrás cuando arrancaban después de hacer alguna barbaridad. Algunos eran muy grandes y altos, con gran capacidad y cantidad de cajones en ambos extremos. De ahí viene la expresión ropero de tres cuerpos para la gente entrada en carnes y muy maciza. Una vez hicimos una representación de teatro saliendo de entre las ropas de mis padres, pero el asunto no gustó y nunca más se repitió el espectáculo, siendo castigados por meterse donde no se debía.
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Si bien en invierno la casa no ofrecía agrado alguno, en verano tenía un frescor especial debido a la altura de su techo y las corrientes de aire. Por el costado norte estaba pareada con la vecina de modo que el sol entraba de costado y sólo por un tiempo breve. Era posible hacer un asado los domingos en una pequeña pérgola bajo un parrón de uvas rosadas y aprovechar la sombra de los árboles del patio del fondo, especialmente un nogal junto a la pared divisoria. Por allí era fácil subirse al techo, entretención favorita cuando era niño. Me iba por entre las tejas agachado y silencioso mirando para los patios vecinos hasta llegar al borde de la calle. Desde ese escondite había una vista fantástica y podía pasar inadvertido sin ser visto desde abajo. La construcción continua de estas casas hacía posible pasar de una a otra por los tejados y poder escuchar lo que pasaba abajo y mirar hacia los patios. Esto me constituía en un verdadero voyeur secreto pese a los pocos años y, en contadas ocasiones, convidaba a unos de mis amigos del barrio a estas excursiones clandestinas no exentas del peligro de ser descubiertos por los de abajo. Esto, como era de esperar, ocurrió un día en que fui sorprendido in fraganti y acusado a mi padre que me esperó a la bajada del nogal y me dio unos correazos de los cuales no me he olvidado jamás.
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Estos recuerdos me hacen pensar en la sencillez de la vida en aquellos años. En nuestra casa nunca faltó nada y el tiempo transcurrió junto a nuestros padres con una lentitud que hoy nos parece imposible. Había especial respeto por las empleadas de la casa, donde había una muy antigua que era nuestra mama Matilde. Mis padres siempre pidieron todo por favor, sin estridencias ni diferencias en la comida o en el trato para hacer las cosas. La sola presencia de mi madre, sin ser imponente ni altanera, era motivo suficiente para que en la casa todo se desarrollara como ella quería. A mi padre no lo vi nunca entrar a la cocina, territorio sagrado de la mujer en aquel entonces y, por supuesto, nosotros los menores éramos mantenidos fuera de esos menesteres, como algo prohibido para los varones.
Hoy he pasado por nuestra calle y la casa ya no está. Ha sido demolida y no quedó nada de ella. Ni siquiera una baldosa o alguno de sus árboles. Con ella se fueron estos recuerdos y un pedazo grande de la niñez junto a mis padres y hermanos, como un soplo gigante del tiempo.
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