Me dirigía a Tlaxcala y para acortar camino, me metí por el bosque que se esconde en las faldas del Ixtazihuatl, normalmente yo no hubiera hecho semejante cosa, pero me sentía confiado con mi nuevo equipo de campismo y además necesitaba el tiempo a solas.
Salí de la carretera en cuanto vi el volcán más cerca, le agradecí al amable chofer que me dio aventón desde la salida a Puebla y me bajé del coche. Pasados los primeros dos kilómetros, empecé a sentir la niebla en mis tobillos, lo que me pareció demasiado extraño dado que eran poco más de las dos de la tarde. Seguí caminando pensando en la ciudad de Tlaxcala y su gente, jamás había puesto un pie en ese lugar y tenía todavía bastantes esperanzas.
Después de varias horas de caminar, cuando ya no podía verse ni la carretera ni el volcán, decidí poner mi casa de campaña y hacer una fogata para cenar y luego dormir; armé en cosa de minutos mi campamento, abrí las latas de frijoles y cené muy a gusto junto al fuego que hice con mi encendedor y bastante gasolina. Poco después de apagar la fogata escuché un ruido que no sé si describir como natural, al principio se escuchaba como un aullido pero se iba volviendo más grave hasta sonar como un gruñir de mil osos. Esto último frustró mis planes de dormir con mi sleepin afuera de la tienda.
Al alba me despertaron las aves que cantaban con miedo, el bosque entero resonaba un eco abismal. Desayuné y recogí mi campamento, eran cerca de las ocho y media cuando ya estaba caminando hacia el oriente.
Los primeros kilómetros fueron muy placenteros, aunque no vi ningún animal, ni siquiera las aves que aún escuchaba piar con temor. Los árboles parecían haberse comido la tierra entera y no se veía nada que no fuera verde verde.
Debieron haber sido cerca de las cuatro o cinco cuando cesaron los pájaros de gritar, no sabía que las aves piaran durante tanto tiempo. No tengo idea de cómo pasó, pero cuando me di cuenta, ya era de noche y yo estaba mucho más cerca del volcán, no sentí miedo, simplemente llegué a la conclusión de que me concentré demasiado en caminar y perdí la noción del tiempo. Encontré un lugar dónde no habían tantos árboles (que debo aceptar, me llenaban de consternación) y puse mi tienda y la fogata. Volví a cenar los frijoles enlatados y a beber un poco de vino que traje conmigo, estaba cansado de beber del agua de mi cantimplora, que además quedaba muy poca. Esta vez si pude acostarme bajo la luna que estaba llena y sentirme parte de un universo tan enorme como indiferente. ¿Quién se atrevería a sacarme de mi bosque? Escuchando los grillos pensé en las personas de Tlaxcala, no vi luciérnagas, pero escuchaba las libélulas volar a mi alrededor planeando sobre el pasto que se veía color azul celeste.
Por la mañana no escuché un solo sonido, ni las aves ni los insectos ni mi garganta ni mis pensamientos, todo estaba absorto e inmutable, y por no querer romper con esa perfección, ni desayuné, hubiera hecho mucho ruido al sacar las cacerloas y los sartenes y prender el fuego, etc. Volvía yo a caminar y mis pies no hacían ruido al tocar el suelo, era como flotar sobre el polvo, después de un rato enconré un río que no emitía sonido alguno, corría libre y bastante rápido pero no hacía ruido, dentro de él pude ver peces que nadaban en silencio. Aproveché para llenar mi cantimplora y mojarme la cara, tanta tranquilidad estaba empezando a angustiarme. Fue entonces cuando di un pizotón al agua, no se escuchó nada, le di otros cuatro o cinco golpes al río y no se escuchó un solo splash, perdí la paciencia y empecé a gritar: AAAHHH!! AAARHGHAHHHH!! AAAHHHGG!!-No pude escuchar mi propia voz. Seguí gritando por otros quince minutos, hasta quedarme sin aliento y no escuché nada, aventé piedras al agua, rompí ramas a los árboles, incluso traté de sacar un pez del agua y nada. El valle entero estaba mudo.
Me quedé dormido junto al río sin darme cuenta, al siguiente día empecé a temer el haberme quedado sordo, lloré un par de horas y bebí más vino; luego me puse en marcha a cualquier lado, ya no quería llegar a Tlaxcala, cualquier carretera serviría para llegar a un hospital. Pensaba que no volvería a escuchar los regaños de mi madre, ni a Chopin, ni la radio o los aviones. Llegué entonces a un espacio circular sin árboles ni pasto; pude ver una figura gris moverse del otro lado del campo abierto, al acercarme volvió a moverse muy rápido y no tuve oportunidad de ver qué era, no me importó mucho porque deseaba con toda prisa llegar a una carretera, pensé que si caminaba al este lo suficiente llegaría a una antes del anochecer.
Quizás hubiera llegado de no ser por los lobos; no pude llegar al otro lado del espacio vacío, las figuras grises me rodearon y se movían tan rápido al principio que no pude ver su forma, al final se sentaron frente a mí, sacaron la boca y me vieron por un par de minutos. Llevé mi mano a mi bolsillo para sacar mi navaja suiza y empecé a caminar muy despacio hacia atrás, los tres lobos sólo me miraban jadeando; di media vuelta y enorme fue mi sorpresa al verlos frente a mi de nuevo, traté de flanquearlos por izquierda y derecha, pero seguían apareciendo frente a mi, ni siquiera los veía moverse, simplemente aparecían delante de mío. Sé muy bien que se divertían mirándome, podían oler el miedo en mi sudor, yo a la vez sentía sus ojos negros.
A cualquier lado que miro están los tres mismos lobos grises, a veces se sientan y sacan la lengua, burlándose de mi, de vez en vez se acuestan, pero nunca dejan de observarme. Somos como dos tropas preparándose para la batalla, mirándonos a los ojos y dudando; yo tengo aún la navaja en mi mano, pero nunca me atrevo a atacarlos, estoy atrapado en este bosque y sé muy bien que nunca saldré de aquí-los mismos lobos me lo han dicho.