Marcos abrió los ojos con la certeza de haberse acostado hace solo treinta segundos. Lo primero que escuchó fue la voz chillona de su esposa que le recordó lo tarde que era. Siempre es demasiado temprano para llegar tarde, pensó mientras preparaba con gran voluntad su desayuno. La crema dental le sabe a frustración cuando su esposa le pide una toalla y le machaca lo inútil y desmemoriado que es. Antes del portazo cotidiano de ella, escucha su último chillido: “No olvides que hay que hacer mercado… tal vez tendré que hacerlo yo porque como siempre...”
El sonido de la cafetera le sonó a buenos días. Era la hora nona en que Marcos no se hallaba a sí mismo. Su casa es una colección de desencuentros: sala ajena, cama ajena, edredones ajenos escogidos por ella, sala de vidrio como a ella le gusta. Sonrió con sarcasmo al darse cuenta que él mismo lo cambió todo para complacer el gusto de su esposa. Aprovechó el silencio reinante y sacó de la nevera tres cubos de hielo para mordisquear. El dolor era soportable como si fuera un juego personal para sus encías. Rumiando el frío y el silencio recuerda que la costumbre de comer hielo no es suya, sino de Ángela Tamayo, su antiguo amor. Mientras mastica los hielos con mayor lentitud, Marcos se plantea: No somos nada originales, solo somos un grupo de costumbres ajenas.
Angela Tamayo y Marcos se conocieron en un Centro de Medicina prepagada. El discutía con la encargada sobre la pésima atención, y a ella le pareció gracioso su pavoneo de macho copulador, palmoteando como en una discusión de sordomudos. El estruendo de unas hojas que cayeron cerca del histérico cliente, hizo que la risa de ella retumbara en la sala de espera. Se conocieron en las carcajadas y dos semanas después ya planificaban un futuro compartido. Todo era ensueño en ese entonces; ahora, en la cocina, Marcos dejaba que el hielo destemplara su frustración.
Cuando menos lo pensó, ya se encontraba frente a la cajera del supermercado, pagando las legumbres y los objetos para la cena. Al salir, creyó ver a Ángela Tamayo doblar la esquina y la conflagración de su ser fue inmediata. Apresuró el paso y supo que desde hacia mucho la buscaba en los rostros ajenos y equivocados de un ruido aduanero. Angela se había marchado de su vida, como un aguacero rápido, intenso y breve.
Mientras caminaba hacia su casa, después de la decepción de saber que la ajena mujer que persiguió por dos cuadras no era su pasado, atravesó la esquina. Lo último que recuerda fue el vuelo de una de las naranjas que traía en la bolsa, su cabeza revolcada y los trozos de un parabrisas mojado. Abrió los ojos por segunda vez en el día, pero con la certeza de haberse acostado el año anterior. En frente suyo había un desorden de colores: rojo sangre, gris asfalto, verde lechuga, y escuchó un sonido lejano que le recordó la voz de Ángela: “Dios mío, lo conozco, no lo muevan hasta que lleguen los paramédicos... ¿Cómo está doctor?... ¡Qué bueno!... ¿Entonces le puedo hablar?... ¿Me escuchas?...”
Después de algunas horas de mediciones clínicas para comprobar si estaba perfectamente tanto de ancho como de largo, Marcos se despertó con la seguridad de haber escuchado la voz de Angela Tamayo. Pensó en llamar a su esposa para avisarle del accidente, pero se arrepintió, solo pensaba en la voz dulce de Angela y en sus palabras que lo doblaban como una hoja de papiroflexia.
De pronto, a la sala de observación, llegó Angela, iba vestida como siempre la recordó, con su pelo recogido y esa despreocupada forma de bajar la blusa para que su hombro fuera una promesa silenciosa. Marcos fue dado de alta y conducido en un taxi de la mano prestada de ella que no paraba de hablarle: “Dónde demonios te ocultaste, te busque hasta detrás de mi espalda… No hables mucho… vaya que fue una suerte que pasara cerca… y pensar que paso casi a diario... en fin, el destino es una colección de desencuentros”.
Llegaron al apartamento de ella y Marcos se mordió los labios al ver aquel lugar. Todas las cosas que ellos habían querido en el pasado estaban allí: la radiola de comienzos de siglo, los cuadros sin sentido de Miró, las revistas de ocultismo barato en el centro de la sala y una colección extensa de libros sobre el Cairo. Todas las esquinas le hablaron de sus gustos, que ella había heredado, y le hicieron olvidar su dolor y reemplazarlo por uno más profundo.
–Tienes todo lo que nos gustaba en ese entonces.
–Algunas cosas.
–Debo irme, mi esposa debe estar preocupada.
–¡Que espere! Si después de seis horas no se ha percatado de tu ausencia, es que no vale la pena avisarle. Pero si quieres dame su número telefónico y le aviso.
–No, mejor no, aquí me siento a gusto, mi apartamento es una celda incomoda, en cambio éste es bonito.
Marcos se recostó en la cama que siempre había soñado. ¡Dios, su pasado volvía a chocarse en su esquina! Ella le contó lo que había hecho en esos años de ausencia; que se había casado y separado; que había viajado, caminado, nadado, buceado; que había observado el cielo, los anocheceres en lugares lejanos, en el mediterráneo; le contó que estaba en la ciudad desde hacía un año, que le gustaba olfatear ofertas de libros viejos, y que había escuchado un ruido, un frenazo, encontrándolo tirado en la calle.
–Pero aquí estamos, ¿aún te gusta cocinar?
–No sé si pueda mantenerme en pie después del golpazo.
–El médico dijo que podías estar un par de días aturdido. Si quieres te quedas el tiempo que desees.
–No sé, creo que no, debo volver con ella.
–Vuelve a mí, el destino te trajo.
–Sí, y un parabrisas...
Los dos rieron de buena gana. Ella bajó la cabeza invitándole a un beso, un beso como los de antes. Los dos lloraron en silencio. Ella deslizó su dolor en sus mejillas, y él trató de pensar en ese nuevo desencuentro. Después de mirarse por mucho tiempo, en silencio, Marcos le pidió que le llamara un taxi, y ella le pidió que la buscara cuando quisiera.
Marcos llegó a su apartamento, deslizó la llave en la cerradura, pero antes de abrir la puerta cerró los ojos y los abrió lentamente. Allí estaba nuevamente, en aquel apartamento lleno de cosas ajenas que tanto odiaba, y con esa mujer esperándolo.
–¿Dónde demonios estabas?, tuve que comprar las cosas, el mercado, te lo dije, eres un inútil. ¿Dónde estabas? ¡Contesta!.
–Estaba perdido, pero ya me encontré.
Marcos la miró mientras ella curaba sus heridas. Luego se preguntó, para sí mismo, por cuánto tiempo tendría que soportar la doble personalidad de su esposa. |