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AGARRATE ESTA


Omar G.Barsotti


La luna estaba ahí arriba, montada a una nube gris y perla. Gris, gris y perla. Quizá él podía imaginar un tul que alguien dejara colgado descuidadamente del brillo de las estrellas, o quizá solamente un trapo. Sí, más certeramente un trapo blandamente flotando en el agua sucia de una pileta de lavar la ropa. José Callegari ( mama napolitana, babbo siciliano. Nada de escuela, a trabajar o a la calle. Mierda al laburo!; mierda a la escuela!, agarrate de ésta! Ja!)... quería apartar la vista de aquella nube pero no podía porque justamente recordaba ese justo trapo y esa justa pileta ( y esa mamma, mamina, friega que te friega duro a los trapos, mucha friega, para ahorrar lejía, minga de lavarropa, minga de agua caliente, las manos rojas e hinchadas, friega que te friega, los pies mojados, las uñas dos líneas esponjosas y quebradas...ah! mascalzone, sei tu! Guarda i...eh! Cristo!...corramos...agarrate ésta!.) .
El Colorado Ramirez le extrajo de sus pensamientos con un brusco tirón . Se oían pasos. Callegari se aferró al caño de hierro que sostenía en su mano derecha como si pudiera evitar que él cayera, que se precipitara tras las palabras y los recuerdos que navegaban caprichosos y reincidentes por su mente. Los pasos se aproximaban. Eran pasos confiados, como solo puede darlos un hombre alegre o un poco chispeado por el alcohol. Tan confiados que Callegari, por un momento, aflojó la tensión del cuerpo y se dejo mecer por el compás: pop-pop...tap-tap. El Colorado lo codeó. Los pasos estaban al alcance del brazo. Levantó y bajó el caño con todas las fuerzas con un “suisss” en el aire y algo blando en el extremo.
Sintió el crujido de los huesos transmitiéndose a través del metal y llegándole a la mano. Después el crujido se hizo mudo y arribó en su reemplazo la blandura del cráneo aplastado. Una blandura como para poner la carne de gallina. Una blanda blandura blanduzca con gusto a blando, pastoso, sucio y tibio.
El hombre cayó y sus pasos siguieron solos durante unos instantes para borrarse en el anonimato de la veredas. El Colorado empujó a Callegari al tiempo que gruñía una orden:
- Sacale la cartera – un tiempo – ¡dale!, rápido – un tiempo – ¿no ves que el tipo gritó? ¡Vamos! – y dejó deslizar entre los dientes algo que no eran palabras ni insultos sino un leve siseo mordido con rabia contenida.
La primera vez que lo hacía. Sus manos temblaron y saltaron erráticas como peces fuera del agua. Hasta ahora todo era saltar paredes y robar algunas cosas en las casas...( ¡ojo! ¡Ahí!...ahora rajemos..¡iuuujuu!...lo cagamos!) y esa fiera alegría de haber ganado. Pero así...aquello se tornaba difícil y las piernas le temblaban. La voz del Colorado le llegó nuevamente, autoritaria y violenta, como un látigo, como una vara de mimbre en la mano de un padre embrutecido, con ese frío chirrido final de cada palabra a punto de estallar preanunciando algo terrible e inaudito. Era la voz que le había invitado aquella tarde en el café; que le explicara los pormenores del “golpe” ( como le decían los periódicos y las revistas especializadas en el delito cuyos comentarios les parecían apologías) y le había ordenado, tres horas después – con la misma autoridad inalienable – bajar el caño de hierro sobre la cabeza de un desconocido. Era la voz del amo, y él lo sabía; era una voz que no podía, no debía resistir. Buscó en los bolsillos pero la cartera no aparecía. Pasó de los del saco a los del pantalón sin encontrar el “botín”. Alzó la vista desorientado, como si se hubieran burlado de su buena fe, y se encontró con la del muerto que le tendía una mirada asombrada a través del único ojo que permanecía limpio. El otro estaba cubierto de sangre y parecía una laguna rojo brillante, titilante cuando el viento movía los faroles callejeros dibujando fantasmas tejidos en hojas.
Callegari se apoyó en el suelo con ambas manos para no caer y la cosa viscosa ,blanda, blanduzca, pastosa, le subió por entre los dedos y le trepó por las manos dejándole helado y con miedo; en el aire, muy solo, con el “suiss” de las palabras y los látigos y los cinturones en mano de un padre siciliano que no podía creer que no iba a hacerse la América.
A media cuadra de ahí Ramón arrojaba el pucho con maestría estudiada. Unas voces le habían alarmado. Dos policías se acercaban conversando animadamente, como si en vez de la ronda estuvieran realizando un paseo. Se echó a correr y sin saberlo obligó a los policías a perseguirle. Llegó agitado y gritando. Ramírez levantó la cabeza y le miró con frialdad y luego, volviendo a Callegari le espetó con desprecio:
- Dale, pelotudo! – y lo hizo a un lado con un empellón.
Arrancó la cartera del bolsillo trasero del pantalón y junto a Ramón echó a correr. Callegari seguía mirando el único ojo vivo del muerto y luego, al levantar la vista, a los dos policías que se aproximaban gritando algo.
Una oleada de sangre le golpeó la cabeza. Algo así como cuando su padre aparecía en su cuartito del altillo blandiendo el pesado cinturón con el cual castigaba inevitablemente cualquiera de sus faltas o faltas de faltas, o simplemente, con el cual le sometía sin éxito, pero con renovado placer.
Saltó y comenzó a correr y, durante un tiempo o dos tiempos o una eternidad, supuso que lo estaba haciendo demasiado aprisa y que eso no estaba permitido y no era parte del juego porque el debía ser alcanzado y castigado con el suiss de las palabras y los látigos.
Se movió. Se forzó y avanzó por fin, dando grandes zancadas inconexas y un poco artificiales que le hicieron sentir ridículo. Mientras, las voces le llegaban apenas a través de los oídos aturdidos y poblados de zumbidos y las calles eran como vértices sin final, elevados hacia el cielo con esquinas inalcanzables, verticales e irracionales. Huir ahora, caer después, pero ahora huir como en las pesadillas. Correr con las piernas traspiradas y enredadas en las sábanas. Huir: (Babbo, no me pegues...por Cristo...no pegues...no lo voy a hacer más...nunca más...más nunca...perdón papá querido...papá dolor, papá miedo, Lo juro, nunca mas...si...de rodillas...ay papito...)
Los policías estaban junto al hombre caído.
- Está muerto – dijo uno agachándose y mirando al ojo brillante como una estrella en la noche de la cara.
- Hijoep...Vamos tras aquel – gruñó el otro señalando a Callegari que escapaba.,
Y los dos salieron disparados. Uno delante, con los puños apretados junto al pecho, cada tanto la mano derecha a la cartuchera. Los ojos encendidos y, adentro, la mente revuelta( asesinos...hombre sólo en la noche...trabajo...sueldo empleo...hijos...Asesinos asquerosas alimañas roñosos hijoeputa sin remedio aplastar como cucarachas matar como ratas exterminar...terminar).
Callegari sintió que las piernas eran gelatinas insensibles que no hacían ruidos. Le costó superar el deseo de abandonarse y caer. Sus pies eran plomos caliente fluyendo como gotas de sus pantalones mojados. Dos trozos de plomo irremisiblemente clavados en el barro de la calle impidiéndole correr, alejarse, huir. Detrás suyo, los padres-policías jadeaban e iban acortando distancia.
Callegari corrió una cuadra más y luego un súbito dolor a la derecha del vientre le indicó el término de sus fuerzas, consumidas más en la emoción que en la carrera. La pared de un terreno baldío le sugirió un camino de salvación y, sin dudar un segundo trató de encaramarse....Saltó. Sus manos se tendieron hacia el borde superior con avidez y cayeron como dos garras sobre la defensa de vidrios rotos, solidamente cementados, cruelmente afirmados con feroz saña de protección.
Pero José_Callegari no aflojó. Estaba lejos de sentir dolor, solo un pinchazo y algo caliente en las muñecas. Se levantó a pulso hasta que hizo pié y parado sobre la barda y quizá, durante un breve espacio de tiempo y vida detenidos en el aire tibio de la noche se sintió muy alto e inalcanzable, casi seguro, casi libre. En ese instante tras él sonó la voz del babbo-ramirez-policia: autoritaria, con un chirrido al final con premoniciones de castigos interminables, de largas serpientes de cuero enroscándose en las piernas y en los muslos y en el rostro y en el alma; con sus agujas de fuego dolor que penetra, agudo, cortante, acerado, siseante...humillante. Se detuvo un instante ( no babbo...no papaito...no!) con un largo aullido sin sonido.
- Ahora, dale – gritó uno de los policías con rabia, entre dientes.

Los dos dispararon a la vez.
Había sido como un calor en la espalda, seguido del sabor metálico de la sangre en la boca. Pero lo más notable era el calor irradiándose hasta los hombros y subiendo en ramas de dolor ácido y picante hasta la nuca mientras el mundo giraba y era prismático y muy ...muy luminoso por arriba y por abajo con un salto largo en la boca del estómago. Muy largo y muy lento.
Se dejó estar. Solo trató de cubrirse la cabeza para que el cinturón del padre no le cruzara la cara. Le sintió correr por todo el cuerpo mientras el seguía rodando la vereda caliente y seca de verano con pasos de niños y pelotas y rondas y payanas y juegos, mientras caía sobre sus brazos y sobre sus piernas y allí levantaba una breve cicatriz roja como una brasa maligna que ardía sin cesar. Y luego sus espaldas y entonces el cinturón penetraba en sus pulmones y le hacía escupir blanda, caliente, pardusca sangre.
Se retorció.
- Está muerto ( asesinos...balazo...muchas balas...matar....matar...ahora no...más lento – un tiempo – más despacio- dos tiempos –¿ matar? Y algo alejándose como el tum-tum de un tren perdiéndose en la noche)
- - No debe tener ni quince años, Cristo!

(mamma napolitana, babbo siciliano. Nada de escuela, a trabajar o a la calle. Mierda al laburo, mierda a la escuela, ¡agarrate ésta! Ja!)


FIN

Omar G.Barsotti -

Texto agregado el 29-03-2004, y leído por 268 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
30-03-2004 Estremecedor. Magnificamente escrito, bien trabajado, un texto que atrapa hasta la palabra Fin. No me alcanzan las estrellas ¿Hace falta que diga que me encantó? Felicitaciones. neftali
 
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