Muchos asumieron que Oremor había vuelto en una parodia de sí mismo, cansado más allá de lo visible, mucho después incluso de aquella primera visita al bar y la cortina de hule que corrió acaso como una premonición de tantas otras cosas que tendría que apartar en lo sucesivo, la mesa que buscó cerca de la ventana a los silos, la barba crecida, irreconocible el pelo, como si esos detalles cifraran, para los individuos ávidos de respuestas, la justa demarcación de los hechos desconocidos.
El muchachito, que era nuevo, nada podía imaginarse (y menos saber) que ese que estaba ahí, al que ahora le preguntaba qué se iba a servir, era aquel del que tanto solían hablar el patrón y los amigos tiempo atrás, ese tal Oremor que un día se había ido sin más, como arrancado de las cosas por un incontenible brío de ahogo y locura que lo llevó, esto era lo único que se sabía a ciencia cierta, a una casa y al sur, responsable acaso de aquella escena mamarrachesca una mañana, la mujer borracha preguntando con desespero aquella vez por direcciones o posibles recados.
Caña brasileña, dijo Oremor sin apartar la vista de las baldosas, todavía venden?
Sí, dijo el muchacho, y volvió a la barra haciendo juegos con un trapo de toalla mugriento.
Llegó esa mañana, en micro, y demoró las cosas en un banco de la estación fumando, la vista en el cielo metálico viniéndose abajo por una cosa tonta sobre la cresta de esos edificios ya irreconocibles, ajenos a una memoria que había prescindido de todo bagaje anterior a la partida, y después caminó hasta el mediodía, buscándose en cada una de las cosas que veía, esperando encontrar su rostro a través de la ventana de un colectivo, en el semáforo de la avenida, sentado al pie del monumento a Isaías Goldman, pero sabiendo que sólo podía encontrarse ahora, en esa ciudad, en la cruda retribución de los cristales de farmacias o autos, barbado y con el pelo irreconocible. Imaginó por un instante que aquel otro que él había sido, aquel del paseo corto a mediodía entre horas en el diario, el almuerzo frugal y constatado con el reloj de la pared, acaso el helado químico de setenta y cinco centavos como un premio tonto antes del sacrificio secreto de volver, pasaba desprevenido hacia su sendero de rutina y desgaste, cruzándose muy posiblemente de vereda al enfrentar la figura desprolija y mal vestida de su yo actual. Y no pudo menos que sonreírse, pensar en la palabra imbécil mientras decidía ir a sentarse al bar de aquel entonces, poner el rostro surcado por el sur y las cosas delante de aquellos que ahora serían también otros y respecto de los cuales se le hacía necesario averiguar si lo mismo se cruzarían de vereda como aquel que él había sido a la hora del almuerzo, entre horas y con premio tonto.
Caminó. Porque la mañana que ya se estaba yendo era buena y todavía quería probar la suerte de encontrarse en lugares que no fueran vidrieras, y no pudo evitar verse centro de las cosas cuando entrara en el bar, el prólogo de los abrazos y los cómo-andás-tanto-tiempo cayendo predecibles, las preguntas, los exámenes, los rostros confusos y escandalizados de los que aún se saben presos, sin la valentía de esa tijera que todo lo corta para irse de una buena vez a una casa y al sur.
Tomó casi como una ofensa al muchacho que se acercaba indiferente y huesudo a preguntarle qué iba a querer, nada de abrazos ni rostros familiares saliéndole a un encuentro fraternal e imaginado tantas veces al borde de una cama como una recompensa bien merecida, ese definitorio acto que terminaría de colocarlo en el pedestal que tanto tiempo venía negándosele pero que era, siempre había sido así, suyo y simplemente suyo en el círculo ciudadano por el que tanto había dado vueltas hasta marearse y que había quedado plasmado en tres o cuatro sillas que él había sabido domar con el culo cuando el momento y la prudencia aconsejaron dicho ejercicio, en el diario o en los bares que frecuentaba, aquel ascensor donde una noche se atrevió a acercar para sí el cuello de Oriel y su perfume de piel rancia por la lluvia y encierro del cine, un puñado de notas que había sabido entregar a una comunidad de ignorantes corderos en puntuales ediciones de las cinco, lo mismo que aquellos dos libritos de poesía con los que un pobre diablo como él podía considerarse digno de ser nombrado junto a la palabra arte en dos o tres bares literarios, acaso un taller.
De los parroquianos ninguno le era conocido, y detrás de la barra tan solo ese muchacho nuevo, tal vez, se dijo Oremor, como todas y cada una de las cosas que he visto desde esta mañana en el banco de la estación, y pensó en bajar esas calles por el río hasta cruzar la plaza, que ya imaginaba como otra plaza, desconocida, y pararse frente al edificio del diario mintiéndose como siempre la desmemoria para decirse que era la primera vez que lo veía, tal vez entrar, preguntar algo a un portero, al guardia, a alguien de limpieza, preguntar por un tal Oremor, si lo conocían, si aún trabajaba allí o si tal vez lo recordaban.
Apuró la caña y no quiso más nada, pagó y salió al sol que ya todo lo carcomía desde arriba sin trincheras, caminando por esas calles que había imaginado diferentes, diferentes incluso a como las había imaginado, hasta la plaza y el diario donde acaso de veras esperaba la palmada en el hombro casi como un reflejo, las preguntas de cómo había andado y por dónde, el café de máquina o con suerte un vino que alguien podría mandar a comprar de raje, que una vuelta así hay que festejarla como si no existieran los vicios de la rutina. Pero cuando entró el único encuentro fue con la cara vencida del tipo que con un arma mal ubicada en la cintura distraía su aburrimiento yendo de un lado al otro como en un derrotero absurdo y circular por el hall donde todo parecía como igual pero distinto, tal vez con la dejadez de lo viejo, ni una miserable mano de pintura, un poco de yeso ahí en las grietas de la mampostería, edificio antiguo pero muy lindo, de lo que hoy se ve más bien poco y nada, y si alguno hay que queda se va y se lo tira con máquinas para poner algo de lo de ahora, un outlet coreano o qué, lo que sea, pero moderno, para que en seis meses esté ya pasado de moda y venga un comemierda a hablar de lo poco que se cuidan los patrimonios edilicios de la ciudad, con una corbata probablemente manchada de huevo.
Levantó apenas el rostro, como si olfateara algo que pudiera venir de lejos, echando una ojeada hacia el fondo del pasillo como si alguien estuviera escondido detrás del bebedero, el busto del fundador, las puertas con números de bronce, dispuesto a saltar y venir corriendo al grito de "viejito, qué hacés por acá?!". Una ventana, al final, reflejaba una luz lánguida en las baldosas del corredor y eso le aconsejó la tristeza con la cual salió a cuestas, la tonta metáfora de llevar un muerto encima, bla, bla, bla, y la plaza de nuevo, nadie sabe si una o dos cervezas algo apuradas en uno de los bares más allá, ni siquiera aquel fronterizo que se ganaba una moneda cantando tangos de Gardel por las esquinas que buscó acaso como la última y menos requerida reconciliación con el laberinto sin paredes que su antigua cotideaneidad, la de ese otro que él había sabido vestir cada mañana, supo erigir entre cánones y fundamentos pueriles. Y después seguir camino hasta el puerto, ese sector que los mexicanos llaman malecón y que acá no se llama de ninguna manera, el cigarrillo, muy posible un perro ladrando o la luz de los depósitos que sin alcanzar a los chicos entre esqueletos de lanchas buscando la complicidad de la sombra para jalar pegamento o fumar marihuana, todo lo deformaría amarillenta e irreal, igual a como las cosas se ven en un sueño: redondeadas y de bordes nebulosos. Se sintió derrotado, amansado por el tiempo y la mentira de una vida atrayente que ni siquiera en el sur había conseguido procurarse, preguntándose de pronto si no era mejor traspasar de una manera abrupta y definitiva (la palabra cayó irremediable sobre su pensamiento) esa línea cobarde a partir de la cual nada sería la certeza del fracaso y el ahogo, sino una preferible incertidumbre donde las cosas ya sabría él como sobrellevarlas mejor.
Tal vez se durmió un instante hasta que lo depertaron las corridas y voces en el cual soñó con el agua oscura y aceitosa de la ensenada, esa infinitud helada y negra que quedaba del otro lado de la línea cobarde, sólo estirar la mano y allí, tan concreta como aquello otro que podría quedar atrás así de repente, en el tiempo que se tarda chasquear dos veces los dedos.
Lo que lo sobresaltó fue un ruído a chapa expandiéndose en la noche (de inmediato le vino a la cabeza el portón metálico que tenía el tipo de al lado cuando su infancia en San Cayetano, que dejaba la pared del dormitorio vibrando un rato cada vez que la golopeaban por la mañana o ya tarde en la noche). Después no distinguió las palabras con certeza, pero la voz sonaba impetuosa, acaso fuera de sí, ni la cantidad de piernas que impactaban sobre las tablas, porque de seguro eran tablas, un poco más allá, con la velocidad inconfundible del que busca huír de algo. Alguna sombra cortó la luz de los depósitos y Oremor sintió que el miedo le bajaba desde el estómago hasta los muslos como un garrote.
Último, pero preludio del principio, el disparo lo sentó de golpe en una cama que flotaba en la penumbra de una habitación al sur, y comprendió que siempre es difícil dormir tranquilo la primera noche de muchas que uno se impone arrastrar, acaso pensando en los años y el regreso. |