Yacía en el suelo, sintiendo el sabor acre de mi propio vómito, viendo como un enorme trozo de lo que pudo ser un tomate colgaba de la punta de mi cabello. Retiré parte de la masa amarilla seca de mi rostro, como si rasgara parte de mi propia piel. Con enorme dificultad extendí mis brazos entumecidos y me obligué a levantarme, resbalando un poco en el intento, aprendiendo que mi habitación sí tenía un desnivel después de todo. Me quité los calcetines que quedaron húmedos al pisar el charco que había en dicho desnivel y los arrojé al otro extremo de la habitación, logrando encestar de manera magistral ambas prendas en el lugar que les correspondía.
Eran las diez de la mañana y me pareció una buena idea abrir las cortinas un poco para permitir que algo de aire nuevo entrara aquí.
Muchas verdades de una habitación solo se revelan con la luz adecuada. La verdad que gritaba mi apartamento a gritos es que era una pocilga desordenada y abandonada. Otras verdades eran que no tenía ropa limpia en el closet, que el charco de vómito ocupaba casi toda la entrada, que habían hongos en los platos sucios, que había llegado una nota de parte de la compañía de teléfonos informando que me cortaban el servicio por falta de pago, y finalmente, la luz revelaba con sus hermosos rayos la presencia de la mosca.
Era gigante. Nunca había visto una mosca tan tornasolada ni brillante ni horrible. Parecía un abejorro, aunque jamás un abejorro causaría la sensación de que estás en un basurero y de que solo verla te transmitía horribles enfermedades.
No quería que se moviera de donde estaba.
Me agaché muy lentamente a recoger una camiseta del piso y la enrollé hasta convertirla en un arma efectiva. Di una vuelta a la habitación, para que mi sombra no la previniera.
Inhalé algo del podrido aire de mi habitación y me concentré para poder golpearla bien. La tumbé justo cuando intentó alzar vuelo. Cayó contra una de las bandejas de pizza panza arriba. Seguía viva.
Agarré uno de los vasos que estaban en la mesa, arrojé por la ventana las colillas de cigarrillo y agua que estaban dentro, después me arrodillé frente a la mosca. La encerré en el vaso.
Pude observar como se incorporaba e intentaba volar de nuevo. Como insistía tras cada golpe contra el cristal. ¿Qué es eso que nos hace seguir intentando vivir? Me levanté y fui a lavarme las manos.
Aprecié, no sin sorpresa, que me veía bastante mal. Los meses de abandono y soledad estaban haciendo estragos conmigo. Todos los drogadictos que conocía hasta entonces no tenían la apariencia enferma y gastada que yo ostentaba en esta ocasión. Tratando de ver las cosas por el lado más optimista posible, me dije que había bajado de peso y que seguramente el look de heroinómano moribundo podía ponerse de moda de nuevo. Abrí el gabinete para quitarme al menos la barba de tres días que me hacía lucir como Shaggy y en vez de tomar la máquina de afeitar, tomé las pinzas.
Pensé que había sido un error, pero era algo interior lo que me obligaba a tomarlas. Esa vocecita que no escuchaba desde niño me obligó a recoger también alfileres, clips, cinta pegante y una cuchilla Thiers-Issard de filo preciso que había guardado de la época en que mi novia me afeitaba. Recordaba con cariño los días en que eso pasaba, pero por otro lado, ya todo se había acabado, era hora de darle un propósito a este objeto y quitarle toda esa energía negativa que le daba a mi vida.
La mosca caminaba al interior del vaso. Extendí la cinta de embalaje en el suelo, corté la cantidad que necesitaba y levanté el vaso hasta dejarlo sobre la cinta, siempre muy cuidadoso de que ella no se fuese a escapar.
Después sellé el vaso y lo agité.
Una vez la mosca quedó pegada, separé la cinta del vaso y la puse sobre la mesa.
Cuando niño, usaba una lupa para analizar las moscas. Esta era tan grande que no era necesario. Podía apreciar incluso las vellosidades que tenía en sus patas. Era gigante en verdad.
No te voy a dejar morir, no te preocupes. Con un alfiler perforé sus alas. Con otro, la retiré de la cinta.
Intentó volar instintivamente y cayó casi de inmediato. Fue como un gigantesco salto a ningún lado. Es asombroso como todas las criaturas insisten en vivir como siempre lo han hecho, aunque las situaciones no se lo permitan. Fue mágico.
Me le acerqué nuevamente y con la pinza arranqué sus dos patas traseras. Se arrastraba, forcejeando contra la pinza para que no atrapara sus patas y era por su propia fuerza que éstas se rompían. Vi como llegaba al borde de la mesa, dando muestras de querer saltar cuando volví a encerrarla en el vaso. Esta vez no voló en el interior.
Decidí darme una ducha, para quitarme de encima el hedor del vómito. El color de mi piel me sorprendía más cada día, era como una de las criaturas de las películas de zombis, no podía creer lo blanco que me había puesto. Después de la ducha me soné la nariz, dejando sangre por todo el lavamanos en el proceso. Realicé un par de gárgaras de enjuague bucal y limpié tanto el líquido azul que escupí como la sangre.
Al sol del mediodía y ante mi renovada visión de hombre sobrio recién bañado, descubrí que no era nada raro que hubiese una mosca así en mi apartamento. El lugar apestaba. Parecía que una familia de cerdos se hubiese revolcado, que un mendigo hubiese dormido en él, que la sociedad protectora de animales hubiese sacrificado tanto a los cerdos como al mendigo aquí y que una cruel guerra del tipo que sólo se da en territorios muy pobres hubiese tenido lugar tras la masacre.
Volví a la mosca. Estaba quieta sobre la mesa. Pero estaba viva. Yo lo sabía.
Saqué uno de mis cuadernos y lo sostuve con mi mano derecha mientras levantaba el vaso con la izquierda. Intentó volar, pude sentir su emoción al escapar, su libertad, el nuevo afecto que sentía por su vida y la desagradable decepción al recibir el golpe de mi cuaderno contra su cuerpo. Rebotó contra el suelo un par de veces. Arranqué dos patas más con las pinzas. Al azar, para que fuese más difícil que se acostumbrara a su pérdida. Con el clip rompí una de las alas.
Me sentí mal con ella. No era su culpa después de todo. El lugar estaba lleno de basura y era natural que quisiera estar aquí. Hubiese podido revolcarse en basura y ser feliz durante los tres largos días que tuviese su existencia. Pero se tropezó conmigo. No puedo evitar volver mierda lo que toco. Todos los que me conocen se lo habrían advertido.
Ya habían pasado cuatro horas desde que había comenzado a lastimarla. No habían alas a estas alturas. Le había dejado dos de sus patas para saber que seguía viva. Y las movía regularmente, de esa forma que te hace pensar que se está frotando las manos. Me entristecía su miseria, pero no podía dejar de maravillarme ante el hecho de que no muriera. Que igual seguía arrastrándose sin rumbo ahora que no podía volar.
Su deseo de vivir la hacía continuar, luchar, sobreponerse al maltrato.
¿Por qué seguimos viviendo?¿Cual es el motor que nos obliga a mantenernos luchando?¿Por qué no nos resignamos a dejarnos morir cuando sufrimos?¿Qué ganamos con permanecer a pesar de todo? A menos, claro está que nos corten la cabeza con una cuchilla Thiers-Issard nueva. |