Hace unos días, viajando por el transporte público, el autobús se detuvo a subir pasaje, de mi lado había un lote abandonado que me hizo reflexionar y hacer conciencia de una situación que nos ha convertido en entes mecanizados; el lote parecía un escenario invernal, lo coloreaba un blanco purísimo, no podía evitar esta maravillosa escena; miré a las personas que estaban en el autobús conmigo y nadie notaba ese regalo de la naturaleza, tenía ganas de gritarles: ¡Miren este regalo!, pero nadie lo notó, todos estaban mal encarados, tal vez pensando en cómo pagar la deuda del auto, en como alimentar a su familia, yo qué se, cosas tan banales que olvidamos que estamos en un planeta maravilloso.
Está desapareciendo en nosotros la virtud más noble del ser humano: la virtud de sorprendernos. Estamos llegando a un punto donde hacemos las cosas por mera costumbre y no por el deseo de aprender. Dejamos de amar con pasión, dejamos de sonreírle a la vida, a todo queremos darle una explicación “lógica”, ya no nos damos la oportunidad de imaginar, de crear, de soñar, en verdad dejamos de ser niños.
El hecho de que soñemos no implica que tengamos que evadir nuestras responsabilidades, al contrario, las enriquece, las hace más agradables y menos pesadas.
La pureza más entrañable es la de un niño, dejemos las estupideces de que los niños no son capaces de enfrentar la vida y tomemos a estas pequeñas criaturas como un ejemplo a seguir, retomemos esa habilidad de admirar lo que nos rodea y quienes nos rodean, volvamos a ser niños…
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