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En la región en la que vivo es muy común encontrar en los caminos cruces de metal señalando los lugares donde la gente fallece, generalmente víctimas de algún accidente de tránsito. Las cruces son casi siempre negras, ornamentadas de manera sencilla y en letras blancas llevan el nombre de la persona en cuestión y la fecha en que fue alcanzada por su destino. Recuerdo que esta particular tradición, llamaba poderosamente la atención de una amiga mía de San Mateo, California, pero que curiosamente ya conocía esta tradición antes de visitar mi país puesto que en su propia ciudad comenzaban a aparecer aquí y allá cruces similares en las grandes avenidas y sobretodo en los highways. Esto me pareció curioso pero entendí que no es nada de extrañarse tomando en cuenta la enorme cantidad de compatriotas que viven por esas tierras.
Esta tarde al bajar del autobús y caminar hacia mi casa noté algo extraño en el estacionamiento de una tienda de víveres. Este tipo de tiendas son la versión mexicana de un Seven-Eleven y casi pueden encontrarse una en cada calle que uno camina. En el estacionamiento de la tienda que se encuentra a unas calles de mi casa hay un paradero de taxis. Justo en la esquina, por donde salen y entran los autos a la tienda, estaba una cruz negra a cuyo pie reposaba una lata de frijoles (sin etiqueta, así que deduzco que era de frijoles solo por el tamaño) que hacía las veces de florero; en su interior unas pequeñas flores blancas a las que llaman nubes. Pensé entonces que ese era un lugar muy extraño para poner una cruz, principalmente por que estaba justo en medio del paso de los autos, además de que siendo casi dentro del estacionamiento sería muy extraño que alguien hubiera fallecido ahí. Sin contar el hecho de que nunca había visto la cruz aunque camino todos los días por ahí. Lo que es más, ni siquiera estaba ahí esta misma mañana cuando salí para trabajar.
Decía que la ubicación del pequeño altar era desafortunada. Mucho más que las de otros cientos de cruces similares que he visto en mi vida. También es raro, pero solo me percaté de que lo era al ver esta cruz, que nadie regule la colocación de estos pequeños homenajes a los bienamados. Pareciera que uno llega, planta su cruz y ya está. ¿Quién tendría el atrevimiento, o la falta de respeto o tan poco corazón de arrancar tan sentido tributo? Así que el estado se contenta con ver unas crucecitas aquí, otras por allá. ¿Por qué menciono el municipio? Debe ser por que hasta donde yo sé las aceras, camellones y vialidades se consideran propiedad federal. Pero si no se ocupan de mantener las vías de transporte en buen estado menos se harán cargo de regular lo que uno pone en ellas. Por más laico que el estado diga ser simplemente no quitaría las cruces de los caminos.
Todos estos pensamientos, fruto del cansancio producido por el exceso de trabajo, las pocas horas de sueño y el abuso de las sustancias llamadas recreativas, navegaban en mi mente sin que uno, el más importante, se plantara todavía en mi cabeza: alguien había muerto en ese preciso lugar. Sí, ahí donde caminaba diario con una caja de leche, o comida para mi gato, o una cajetilla de cigarros, una persona había dejado de existir. Esto me llenó de una sensación de ofuscamiento y un ligero malestar estomacal, sensaciones que enfrento casi siempre que me encuentro frente a alguna situación que involucra a la muerte. Como cuando fui al funeral del papá de Bernardo.

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Si algo he aprendido en tanto tiempo de vivir de noche es que los taxistas tienen miles de historias citadinas. Un alto porcentaje de tales narraciones son fantasías aderezadas de realidad; todas ellas, eso sí, envueltas en la mayor cantidad de adrenalina de que son capaces de inyectarle los cronistas citadinos sobre ruedas. Siendo así, el recuerdo de una conversación con un conductor de taxi se plantó en mi cabeza poco después de que el malestar en mis entrañas se fue aminorando.
Ocurrió la semana pasada mientras me dirigía a trabajar. Se me había hecho tarde y además llovía, así que decidí abordar uno de los carros negros con rótulos amarillos que prestan el servicio de llevarlo a uno sano, salvo y a tiempo, pero sobretodo seco a cualquier punto de esta ciudad. Eran cerca de las seis de la mañana aunque el amanecer no se veía cercano. El taxista después de un habitual saludo lanzó la invariable pregunta de los que quieren amenizar el trayecto.
-¿Ya nos vamos a la chamba?- preguntó adivinando por la hora y sobretodo por mi expresión de condenado dirigiéndose a la horca.
-No hay de otra mi jefe- contesté frío, casi indiferente.
Segundos después un carro nos rebasó por la derecha en lo que fue poco menos que una afrenta para el taxista.
-Luego por qué hay accidentes mi joven- refunfuñó – y siempre tiene la culpa el chofer de transporte público- agregó entre molesto y sarcástico.
Asentí con un gesto casi automático. Pasaron un par de minutos sin que dijéramos nada más. El silencio incomodaba a mi interlocutor quien de pronto retomó la charla. Al parecer su comentario sobre los accidentes le había hecho recordar una historia.
-Entonces ¿no vio usted al muertito?
-¿Perdón?- contesté extrañado. La forma en que abordó su narración me sobresaltó.
-Sí, ahí, en el estacionamiento de la tienda que está en la 77 y la 56... ahí mero donde lo levanté a usted, ahí atropellaron a un señor. Un viejito.
Los mexicanos, como seguramente otras personas, hacemos uso de muchas maneras de suavizar las descripciones que hacemos, así que el “viejito” no era necesariamente un anciano de poca estatura.
-No, no lo vi. – contesté ahora con un poco de interés aunque tratando de alejar de mi mente la imagen sangrienta que sabía que el taxista estaba a punto de describir.
-Estuvo bien feo mi joven, fue como a eso de las ocho de la noche. Un autobús que por ganarle el pasaje al camión de atrás invadió la banqueta y el estacionamiento a toda velocidad y se fue sobre los mismos pasajeros que quería recoger. Aventó a dos y le paso encima al viejito que le digo. Yo estaba por ahí pero no me di cuenta de nada hasta que vi el charcote de sangre…- aquí dejé de mirar al frente y comencé a mirar por la ventana lateral, como interesado en el asfalto negro que pasaba rápidamente bajo nosotros y que era lo único visible a esas horas. El conductor continuó con su relato.
-Pero fíjese usted como actúa Dios- dijo. El tipo sabía darle interés a su narración, eso sí. Y retomó la plática:
–Atrasito del camión venía un policía judicial que vio todo. El del autobús bajó a todos los pasajeros y en medio de la confusión se escapó a una velocidad que parecía estar buscando otro accidente. Está claro que se quería desaparecer pero el agente que de por casualidad pasó por ahí lo detuvo en menos de quince minutos de persecución. Ahí donde están los cines de la 72.
-Pues que bueno que el policía ese andaba por ahí – contesté y al decir esto empecé a dudar de la veracidad de lo que escuchaba, sobretodo por la cantidad de detalles aportados. Mi narrador pareció adivinar mis pensamientos porque de inmediato añadió:
-Lo del judicial que atrapó al conductor del camión lo supe porque lo escuché en las noticias de la radio. En el programa de “No te estreses, con Juan Meneses”.
Sonreí y pensé: “claro, el programa oficial de los taxistas, conductores de autobús y demás”. El programilla era gustado por las gentes que andaban tras el volante debido a que era ameno y con chismes de la ciudad además de un muy completo reporte vial, que, a falta de helicóptero, se generaba a través los mensajes de una enorme red de taxis en distintos puntos de la ciudad.
-Pos le decía que lo de la justicia divina es bien cierto mi jefe- continuó el taxista – porque al chofer del camión lo agarraron y se tuvo que hacer responsable… y no porque el judicial haya tenido un gran sentido del deber, ¡al contrario!
-¿Cómo así?- pregunté sorprendido.
-¡Sí joven! , resulta que el representante de la ley lo único que vio en el accidente fue la oportunidad de seguirse pagando la borrachera que de por sí traía.
-¿Estaba borracho?- pregunté entre alarmado e indignado.
-Sí, y no quiso perderse lo que seguramente sería una rica mordida (*).
-Ah, ¿y dónde entra la justicia divina?
-Bueno, pues el chofer al verse atrapado y sin dinero no quiso entrarle. Es más, él mismo reportó al agente judicial que, en primera no estaba en funciones a esa hora y en segunda estaba briago.
-¿Y en qué acabó el asunto?
-Los dos acabaron encerraditos, uno por homicidio imprudencial, el otro por intento de cohecho, y abuso de autoridad. Justicia divina joven.
“Double play” pensé mientras una insinuación de sonrisa cruel se dibujó en mi semblante al tiempo que me preguntaba sobre si valía la vida de una persona el atrapar a dos rufianes.





* La mordida es simplemente la manera en que en México llamamos al soborno, en especial aquel otorgado a los agentes de seguridad vial.

Texto agregado el 13-11-2007, y leído por 260 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-10-2009 Siempre me encanta la manera en que cuantas las cosas, no me canso de leerte suggy
24-11-2007 Excelente relato ...se ve un narrador observador agudo tras èl. NAIVIV
17-11-2007 Personajes que forman parte de la vida cotidiana en cada ciudad, nitidamente narrado, te felicito!!!! Aytana
 
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