La época de las moras
A Fernando
- ¿Esto se come, señora?
- Sí, claro que se come.
- ¿Todas?
- No, todas no. Mirá, ¿ves que la mayoría son chiquitas y están verdes?
- Sí.
- Bueno, esas no. ¿Pero ves estas otras, más grandes, amarillas y como transparentes?
- Sí.
Y ella depositó una mora blanca madura, en la palma de la manito extendida.
- Bueno, a ver, probá ésta.
- Mmmm ... está rebuena.
- Yo estaba comiendo de aquéllas- dijo el otro muchachito, un poco más grande.
- Sí, se te nota- Y los tres se rieron, la mujer y el más chico mirando la boca teñida del más grande.
-
Medio colgada del árbol, ella seguía eligiendo moras; las dejaba en las manos de los chicos mientras se llevaba algunas a la boca. Comenzaba noviembre, y como de costumbre, el viento había sacudido la primavera patagónica. Pero la tierra que condimentaba la fruta no preocupaba al improvisado grupo. Seguían disfrutando de su sabor, una y otra vez; total, por estos lugares, todos estamos de tierra hasta las pestañas.
La gente que pasaba por la calle Láinez los miraba, entre curiosos y divertidos, medio asqueados otros, pero ellos seguían ajenos al entorno. Hasta donde ella podía recordar, las moreras o moras ... siempre habían estado allí. Casi llegando a la calle San Martín, donde años atrás pasara un canal a cielo abierto. En esa cuadra comenzaba la colonia ferroviaria, que se extendía como hasta la Tucumán, o más allá, pasando por la Avenida Olascoaga, donde estaba la estación y las oficinas.
El canal venía por la Carlos H. Rodríguez y doblaba en la Jujuy. En ese quiebre, a poco de la esquina, el lecho de tierra proponía un salto, que aceleraba el caudal. Así llegaba hasta la San Martín, donde Jujuy se transforma en Onésimo Leguizamón. Allí, una pileta grande de cemento era la cámara de distribución con tres compuertas: la que recibía el agua que llegaba por la Jujuy; la que daba paso al canal que seguía por Leguizamón y por allá lejos, en dirección al río, iba a parar al Arroyo Durán, donde estaba el pozón y el puentecito colgante; y la que doblaba por San Martín, y seguía, nadie sabía muy bien hasta dónde, salvo el tomero (término que no contempla la RAE pero nosotros lo usamos), que tenía que pelear con los acalorados bañistas en verano. De esos canales se desprendían algunas acequias que llevaban el agua por ese valle neuquino, cuya urbanización recién comenzaba, en medio del desierto patagónico.
En la Láinez estaban las moras ... o las moreras. Hoy subsisten nada más que tres, dos blancas y una morada o mora, con importantes mutilaciones en sus troncos. Quizás el viento, celoso del desafío les cortó las alas. Es que eran tamaños árboles, de copa frondosa y troncos gruesos, por los que se subían los pibes, en especial los que salían de la Escuela 61. Estaban entre la San Martín y las vías, donde ahora se encuentran nuestros personajes, y me parece recordar que llegaban hasta la Sarmiento, donde estaba el quiosquito circular, de chapa, del Sordo Landa, como todos le decían no sé si cariñosamente. En este segundo tramo ahora están Las Pulgas, mercado que concentra a argentinos, chilenos y bolivianos en cordial convivencia mercantil.
Entre la San Martín y la Sarmiento, frente a las moras comenzaba la colonia ferroviaria. Primero, los pabellones de solteros, y luego, bordeando ambas calles, seguían las casas de familias cuyos padres trabajaban en el ferrocarril.
- Y usted ... ¿siempre viene por acá a comer moras?- preguntó el más chiquito.
- Sí. Siempre paso por acá, y cuando veo que están maduras como algunas.
Iban caminando, cuesta abajo por la Avenida Argentina. Volvían de la Universidad, en la que ella seguía el profesorado en Letras. Ese día la había acompañado uno de sus cuatro hijos, el segundo, justamente ése con el que compartía el delirio por la fruta. A toda hora, de cualquier clase, la fruta era para ellos siempre un manjar. Iban conversando, como siempre, por momento serios y por momentos jaraneando. En eso llegaron a los árboles que estaban en el centro de la avenida, a la altura del Comando y del barrio militar. Allí se detuvieron y comenzaron a comer moras. El chico trepó a uno de los árboles para elegir las mejores mientras ella cosechaba y comía de las que habían quedado a su alcance. En complicidad de madre e hijo, disfrutaban de esa aventura urbana, a vista y paciencia de los transeúntes que recorrían el lugar.
Este mismo asalto a las moras en noviembre se había repetido muchas veces entre estos dos.
Por eso, mientras llenaba las manos de los chicos, recordaba aquellos momentos. Han pasado muchos años y el hijo ya ha crecido. Se ven muy poco, cada uno en sus cosas. ¿Se acordará de las moras? Le vamos a mandar una copia de esto, como para que no se olvide, y una tarde cualquiera de avanzada primavera, cargue a sus pichones y los lleve a la Láinez, o a la Avenida Argentina, a comer moras.
Sara Eliana Riquelme, 13 de noviembre de 2007
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