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Cuando era niño tenía mucho miedo a la oscuridad, en especial a los fantasmas de la noche, pero aquel miedo se acabó el día en que Don Patricio, mi abuelo, me obsequió una “linterna mágica” que con solo prenderla emitía potentes rayos de luz que espantaban a todas las criaturas de la noche. Desde aquel día, ni bien oscurecía, la llevaba conmigo a todas partes incluso hasta para ir al baño.

Yo quise mucho a mi abuelo, me encantaba escuchar sus historias llenas de fantásticas aventuras y personajes extraordinarios, era un libro abierto, con él siempre aprendía cosas nuevas, frente a la chimenea durante la temporada del invierno.

Cuando me enteré de la muerte de mi abuelo sentí mucho miedo, fue uno muy grande, implacable, diferente a cualquier otro que pude haber sentido anteriormente, no era ese miedo a los fantasmas de la oscuridad, ni ese miedo de quedarse sin ver la televisión por la tarde, era uno mucho más fuerte que no se acabó con solo prender la linterna, era el terrible miedo que sentía de nunca más volver a verlo, ni de volver a escuchar una más de sus historias.

Mamá lloraba sin cesar, mi padre la consolaba entre sus brazos y yo sostenía la linterna, mientras la miraba con mucha nostalgia, en aquellos momentos deseaba con toda mi alma que al prenderla desapareciera todo el miedo que sentía, pero fue inútil ya que no se fue después de mucho tiempo.

Quien diría que aquella linterna, que fue el primer regalo que me dio poder, libertad, seguridad para vencer por aquel tiempo, todos mis miedos, me traerían pura nostalgia y lágrimas.

El rostro de mi abuelo lucía risueño, sus mejillas estaban ligeramente hinchadas, pero aún se podía contemplar su bien marcada sonrisa, que el tiempo había esculpido pacientemente entre sus cachetes y su quijada, y que la implacable muerte no había podido borrar.

Aún parecía que se estaba riendo, no se si de la muerte o de nosotros, pero reía, no se como explicarles, pero todos comentaban un vez que se acercaban al cajón que Don Patricio sonreía como si aún estuviera vivo.

Quien sabe donde fue a parar, tal vez al cielo, tal vez reencarnó en otro cuerpo o simplemente se fue a la nada o quizás fue a recorrer sus innumerables vidas budistas en castillos interminables o como él contaba en una de sus historias simplemente paso a otra dimensión, la verdad no lo sé, lo único que si sé es que cada vez que me encuentro sólo, lleno de problemas y tristezas levanto mi cabeza observando el cielo infinito y puedo ver su rostro formarse entre las surtidas nubes blancas, allí veo su imperdurable sonrisa y juraría que todavía logro escuchar sus interminables carcajadas que el viento traslada de manera circular, de estación a estación, de chimenea a chimenea, de invierno a invierno hasta volcarse en mis oídos por siempre, es en ese instante en que todo se ve más claro y me siento más seguro, más libre, más fuerte y las respuestas a mis problemas aparecen, como la luz de una “linterna mágica” que no se acaba.

Texto agregado el 13-11-2007, y leído por 145 visitantes. (0 votos)


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