Una mañana grisácea anduve con mi cerebro rojo buscando tortolitas cuyanas en los barrios sangre. Una mañana triste y ambigua con sumo de sueño en el cuerpo, tres kilos de letras en el bolso y mi de dedo anular fundido al meñique, los dos soldados tiritando encogidos dentro de su caracol propio, mi mano, teñida de afecto al papel pregonando un parkinson futuro o miedo a tu nombre. Con los dedos restantes sosteniendo la vida de un tal Alyosha, un hijo de puta. Abrí la garganta y busque maldiciones para arrojarte, mis re mi fa soles supieron entonces la grata sorpresa. No estabas. Saqué del bolsillo gigante sonrisa y la cosí a mi rostro con cuerda fornida y aguja de hueso tallada de un brazo, ni el mío ni el tuyo. Te había dejado sola, miré en mi ombligo y capté que no estabas hace más rato, te fuiste antes loba ladina, sabes sanarte, te sale sencillo, se siente tan grato. Estoy corriendo liviano en las calaveras que dejé botadas todas las noches en mi agnóstica colcha y no te distingo. No estás en ninguna parte. Y en los ojos de otros se ve mi reflejo como siempre, como si nunca te hubieses ido como si nunca hubieses pasado a marearme. Un recuerdo de tu nombre, de tus hijos muertos, tus amantes tristes y tu tibio cuerpo. Es tanto espacio libre…

Rosas sp. en tu tumba (en espirales infinitos profundos)