Escribir para heredar
"Y que la palabra sea tú después de ti."
(Unsi al Haye. Poeta libanés)
Invierno cerrado. Un frío de espanto. El escritor y su amo, los dos frente al fuego de la chimenea abrigan su amistad avivada entre palabra y palabra.
Azulada recrimina a su negro con cierta lástima encariñada:
"Más que tonto eres un iluso que te crees todo lo que escribes. Siempre con tu loca manía de que con la escritura podrás restañar el librillo roto de las desgracias, los errores de la historia".
Y es que lo que Blao trama esta mañana no se le ocurre ni al que asó la manteca.
Después de un tiempo de haber escrito su "Blanca palomica", Blao se empeña en ir hoy mismo en busca del protagonista de aquella su antigua historia: un antiguo ejecutivo que tras pasar sus años mozos entre índices bursátiles, consejos de administración, opas y compraventas, se retira a un lugar alejado entre eriales y paleras para intentar colmar allí, mezclado con cabras, cerrajones y algarrobos sus infinitas ansias de felicidad insatisfecha.
Blao quiere encontrar a toda costa a su antiguo hombre de negocios, aquel que le dijo adiós a su imperio empresarial, el que renunció a las tetas de silicona de su secretaria, el que puso a gratinar el móvil en el microondas, aquel que lo dejó todo para irse a vivir al campo abierto, a donde el mismo Blao lo condujo frase a frase, capítulo tras capítulo. Allí mismo en su novela "Blanca palomica" entre metáforas y retóricas le quitó sus ropas de lechuguino, lo vistió de pastor y le hizo comprender que la paz de los días más y mejor la encontraría en un lugar apartado y solitario. El negro hizo del ejecutivo un romántico cavernario y quiere encontrar ahora a su protagonista antes de que muera como una alimaña allá perdido en un cobertizo de la sierra de Las Alpujarras.
En su manuscrito este hombre muere por haber ingerido unas setas en mal estado. Y ahora Blao, su creador, arrepentido de que sus palabras escritas, hongos venenosos, lo maten, quiere advertirle para que no coma de aquellos níscalos.
A Blao le sucede lo contrario que al Midas de Pertusa en "Escríbelo para que ocurra". Aquel sainete del célebre dramaturgo don Andrés Pertusa en el que defiende que para que una cosa que deseamos con todas nuestras fuerzas se cumpla, lo mejor es no decirla. En casa del ahorcado no mientes la soga. Pero Blao es un testarudo que piensa lo contrario. Basta con que el negro escriba "polvos pica-pica" en La Columna de los lunes para que enseguida se ponga a estornudar como un alérgico enfermizo.
Azulada piensa que Blao sufre un brote de doble personalidad. Una alteración sicológica muy propia de escritores obsesos. El que ahora, con el tiempo que
hace, entre escarchas y hielos, avenidas y carreteras cortadas, Blao se ponga en camino hacia la montaña obedece a una conducta que no tiene que ver nada con su vida real y sobre todo en este invierno que pintan bastos para su cuerpo cansado. Y esto es lo que Azulada quiere que su negro comprenda:
"Una cosa, Blao son tus relatos y otra, que confundas tu vida con lo que escribes".
Y en esas estaban Azulada y su negro cuando llaman a la puerta.
"Perdonen. Soy el albacea de un viejo cavernario que murió ayer en una cueva de Las Alpujarras. ¿Quién de ustedes es el novelista que escribió "Blanca palomica?"
Azulada y Blao callan sorprendidos.
Y el abogado continúa:
Aquí traigo la última voluntad del finado, un antiguo consejero de finanzas que antes de retirarse a su soledad buscada, vino a verme a mi despacho y me dejó su testamento firmado. En él queda dicho que toda su fortuna se la deja al autor de la "Blanca palomica".
Juan Martín Serrano : Azulada
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