Mi piel transpira aromas comidos
-de mar, de sal, de amar-
mientras duerme entre rizos de rojo mugido.
El sopor la abraza, la acurruca, la besa
entre vapores lechosos de efímeros placeres.
Las lunas rojas la salpican de risas, de llantos
-sentimientos aunados en un mismo pecho-,
la siembran de recuerdos de seda carmesí
y la dragan de lágrimas estriadas.
Mi piel fluye hacia la tuya
-corriente oceánica que te atraviesa-
abriendo canales en tu ser ebrio de mi amor.
Los sueños nos atan: tus rodillas a las mías,
tu cuello al mío, tu labio a mi labio pegado
-cosidos ambos con hilos de besos inacabados,
porque nunca terminarán de acariciarse,
beso eterno entre los besos interminables-.
Mi piel es camino entre selvas
siendo ella en sí selva verde, selva sofocante
-enjambre agudo de barro y hojas-
en la que nadie vive, en la que nadie se queda,
solo tú, anclado por tu boca a mí,
la recorres en la cargante tarde de este verano,
sucumbiendo ambos ante el arrebato y el furor.
Mi piel no se distingue de la tuya
-ni una costura, ni una brecha, ni un cabo-,
solo piel creciente que se expande uniendo tierras,
pariendo gozosas ilusiones que nos queman
-dejando marcas, tatuajes que no se van-,
solo piel, la nuestra. ¡Solo piel!
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