El Gallo
Parte I - Despertares
El General, llegó por fin a su casa. Caminó hasta el pórtico, tiró de la puerta cancel y entró. Dejó el bastón apoyado contra la mesa pequeña del recibidor y sin vacilar se dirigió hacia el dormitorio, escaleras arriba. Con agitada respiración, se fue quitando el saco de gala. Lo tiró sobre el banco del descanso. Empujó la puerta del dormitorio, caminó hasta la cama y se dejó caer. Los únicos signos de vida eran su chirriante respiración y el movimiento desatinado de sus pies, en un intento de sólo sacarse los zapatos. Agotado, se adormeció enseguida, su último pensamiento fue sobre el calamitoso estado del techo, mañana lo arreglaría él mismo. Nunca más volvió a despertar.
Don Cruz Tarrazo, nació en el triste pueblo de Santa Cruz de Lojeña. Su nacimiento no fue un presagio, ni una maldición, ni siquiera su madre lo esperaba. En un convento, a sus siete meses de existencia, vio la luz del mundo. Ana Tarrazo, una veinteañera de inmadurez notoria, madre por violación de un capataz de la hacienda donde su familia peonaba, estaba pupila al cuidado de las hermanas, desde hacía cinco meses al momento del parto. Las hermanas Terra y Diana se hicieron cargo del endeble pequeño, acudiendo en secreto a las parteras del pueblo y en especial a una vieja curandera desterrada al bosque por bruja. Sobrevivió y la Madre Superiora decidió que era un milagro local, y lo nombró Cruz, pero por sospechar de las andanzas de sus pupilas con la impía mujer del bosque, decidió dejarle su apellido. El convento entero se alegró por el nacimiento, pero Ana no comprendió que había pasado. Su pancita ya no estaba, su retraso mental le impedía comprender quien era ese pequeño ser que le dejaban ver pero no tocar. Entró en una depresión de la que nunca más salió, no murió de cuerpo pero sí de alma. Todos los días se despertaba y con precisión recitaba la Biblia, hasta la hora de comer, en la que silenciosamente salía de su cuarto para a la media hora volver. La infancia de Cruz se debatió entre el amor y devoción a su madre, a quién pasaba horas abrazado de la pierna mientras ella recitaba con indiferencia. Y entre el amor de sus tías Terra y Diana, quienes le enseñaban los santos y non santos pasajes de la vida, aunque asistía a diario a la escuela que las mismas monjas del convento dirigían. A pesar de todo Cruz tuvo una infancia feliz, rodeado de mucho cariño y con un sentimiento de unicidad que rayaba en lo ególatra.
Al cumplir los catorce años, la Madre Superiora, haciendo grandes esfuerzos lo colocó en un Monasterio en Hadián, para ordenarse como sacerdote. Pero el joven Cruz no tenía madera de religioso profeso, y sus tías habían hecho buen hincapié en las maravillas del mundo bajosanto. Él quería conocer, conocer todo lo que su buena Madre Superiora le prohibió, quien, inocente, plantó en él la semilla de la curiosidad.
La llegada al puerto fue todo un suceso para Cruz. Jamás había salido de Santa Cruz, salvo alguna vez, acompañado por Terra o Diana, a ver a la Bruja del Bosque. La anciana mujer le había anunciado que pronto vería el mar, sin embargo él, como con todas las cosas que ella le auguraba, no le había creído. Desde el muelle, miraba la mansa sábana oceánica con una maravillación inconmensurable. No creyó jamás poder superar ese sentimiento. Se equivocó y dio temprana cuenta de su error cuando su corazón saltó de su pecho, emoción aún mayor, al subir al barco “Siren” y ver chiquito el pueblo desde arriba.
Las tías lo despedían con lágrimas en los ojos y Ana, llevada a empellones, embelesada por el espectáculo, al ver a sus hermanas hacer el gesto, tomó su pañuelo y comenzó a agitarlo y a gritar. Cruz, por primera vez solo, se llevaría esa imagen hasta el último de sus días: “Mis Madres”.
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