Me distraje de los pájaros un instante cuando no escuché más sus chillidos incongruentes, demasiado tropicales para estas tierras subcapricornianas hace bastante rato, entonces avizoré en la atmósfera una garúa medianamente púrpura, medianamente azul. Tras ella pude ver los últimos relampagueos de las estrellas que medio gimoteando que medio contentas se largan tras los cerros a comer minerales o vacío para otros países, para otros universos, donde se sangra harto más que acá y quizá no tanto como por donde transitan tus caderas silvestres y descaradas. Yo que me engarcé en ellas un tiempito relato bien seguro como se te descascaran los dedos al tocarlas, como se enyugan los músculos y tiemblas, hasta hacerte un chorro de barro rojo maleable, informe y doloroso. Cuando sonaron de nuevo los pájaros intuí que estaba tan mojado que yo mismo era azul violeta y me sentí más pacifico que siempre y te nombre como suspirando, como resollando. Escribí tu nombre entre las piedras trece veces bruscas y tarjé calmado con un palo toda la extensión de esas letras. Te lo cuento porque dudé un segundo haberte siquiera conocido. Rafaela, Rafaela tan caliente que saliste. Tan huevón que te miré llorando un millar de noches en tres días, un vino de calibre grueso y pedradas al camino. ¿Dónde anda tu jauría?

Y pescados muertos rabiaban espectantes