Uno de los prejuicios más difíciles de romper se relaciona con la pretendida “supremacía” de unos autores sobre otros. Así –en boca de muchos críticos, de comentaristas, de grandes sectores de egresados de carreras afines con la Literatura, de teóricos, estilistas y otros aficionados-, aparecen los “grandes”, los “mejores autores” y, por extensión, las “mejores obras”. Cuando, curiosos y ya poseedores de cierto criterio personal ganado a costa de lecturas independentistas, tomamos contacto con estas pretendidas “glorias de las letras”, descubrimos que no existen fundamentos para tal fama. Más aún, hallamos que el denominador común de tales escritores suele ser su preferencia por contar en el modo convencional. Cada uno a su manera pero ajustándose sin desobediencias a la estructura canónica del narrador a lo divino.
En base a lo señalado antes podemos aventurar que esta prevención en realidad no es más que una oculta defensa de la comodidad de los lectores, entre los cuales se esconden críticos y teóricos. No en vano hay más comentaristas de Flaubert que de Joyce...
La arbitrariedad indicada da pie a otra no menos perjudicial: el sostener que después de los “monstruos sagrados” queda muy poco por decir. Y si acaso llegara a aparecer alguna temática novedosa, no falta el avisado que inmediatamente establezca comparaciones, parentescos o peligrosas similitudes. Si nos ponemos a leer seriamente (es decir, despojándonos de las malas costumbres y de las tendencias convencionales), hallaremos que aún los temas de los mentidos “grandes” se repiten de uno en otro. La soledad, el desamor, la angustia, las costumbres, las historias nacionales, las creencias o la falta de ellas, la pasión, los excesos, los personajes míticos, la injusticia, la ciencia... ¿Qué escritor puede apartarse de estos tópicos? Que, por lo demás, son susceptibles de caber en una sola palabra: la existencia.
En ambos casos se incurre en un imperdonable yerro: la originalidad de un novelista no está en el tema sino en su inalienable visión del mundo. En su experiencia de vida y en sus circunstancias propias, la clave de su estilo. Y para esto no existen fórmulas ni moldes ni esquemas ni modelos. Sí, en cambio, posibilidades de sacudirse de encima los preconceptos y ser libre. Es decir, decidir con absoluto criterio, que es lo que queremos ser: escritores únicos o simples y renovados discípulos de desaparecidos maestros. Aunque, en el fondo, también para este asunto vale la máxima sanmartiniana: «Serás lo que debas ser o no serás nada»...
Pero no se agotan aquí los prejuicios. Cada vez que se habla de esos otros escritores que irrumpieron en el territorio de la novela tradicional para innovar con sus propuestas subversivas e inquietantes, surgen por doquier los biógrafos que aportan sus hallazgos sobre las alteraciones psicológicas de Kafka, las enfermedades de Artaud, la homosexualidad de Genet, el alcoholismo de Faulkner y toda una interminable lista de patologías, desviaciones, adicciones, hábitos, costumbres, desventuras y oscuridades de toda clase. Como insinuando que tales “padecimientos” justifican de alguna forma, sus desobediencias al orden tácitamente impuesto por los convencionalismos.
Lógicamente también surgen los anecdotarios opuestos para revelar secretos de los consagrados por la tradición. Aunque en este caso los descubrimientos no dejan de tener cierto brillo de oros viejos. La prisión de Cervantes por medrar a costa de la administración imperial no se comprende como un hecho delictivo sino como un disparador de su genio; las adicciones de Balzac, como un rasgo de su genialidad; los excesos de Tolstoi, como una nota de color; los amores equívocos de Shakespeare, como un desvarío de su vejez. Los ejemplos se multiplican pero conservan, entre líneas, la misma tendencia de disculparlo todo en nombre de su grandeza.
Para los novelistas revolucionarios –y también para quienes proponemos que no hay beatificaciones ni sitios de principalía ni ídolos literarios-, no hay atenuantes ni treguas. Y en la misma medida que se procrean los lectores inteligentes se potencia la intranquilidad y el desvelo. Y las miradas por sobre el hombro, la sospecha. Cierto inexplicado temor ante las vanguardias que saludablemente desacralizan y pisotean tanta fama infundada y tanta ignorancia revestida de oropeles...
Mario G. Linares.-
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