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Siempre supe que me matarías. Lo tuve claro desde aquella primera noche en que amanecí en tu apartamento y desnuda ojeaba sobre tu cama un libro de poesía de Borges mientras tú te afanabas en la cocina en preparar un plato de nombre raro para impresionarme.
Habíamos acabado de tener sexo y para desplegar ante mí tus dos pasiones –la literatura y la cocina- dejaste en mis manos Poesías Completas de tu autor preferido y te marchaste, seguro de que me dejabas satisfecha, a completar lo que para ti era una noche perfecta. Tuve que masturbarme para poder concentrarme en esos extraños versos. Esa noche tu cuerpo, como en las demás noches en que hicimos una mueca que imitaba al amor, no extrajo del mío ni un sólo suspiro verdadero.
Esa primera impresión de que aguardabas detrás de la puerta el momento ideal para clavarme en la espalda un frío puñal mientras yo leía poesía en tu cama me acompañó durante estos absurdos siete meses. No me abandonó nunca.
¿Recuerdas aquella vez en que, alegando un terrible dolor de cabeza, te pedí que me dejaras en casa de Laura y no acepté que me llevaras ni a tu casa ni a la mía? El frío de esa noche y un cielo sin atisbo de estrellas me empujaron a huir de ti, segura de que habías planeado algo horrendo para mí.
Mi miedo era tan fuerte que se hizo obvio. Entonces recurrí a la mentira, sobre todo cuando me pedías que me quedara a dormir contigo.
“No me gusta quedarme sola y siempre que duermo aquí me dejas sola en las mañanas. No sabría qué hacer si, por ejemplo, entrara un ladrón a tu apartamento”.
“Ten, toma. ¿Te da esto más seguridad?” dijiste poniendo en mis manos un pequeño y filoso cuchillo. “Guárdalo donde creas que lo puedes tener a mano en caso de que algo ocurriera, pero no te preocupes, aquí nunca te podrá pasar nada”.
Y lo guardé entre la cama y el colchón, de donde ahora se desliza tan fácilmente…
¿Por qué estuve contigo? Mi sicóloga lo llamaría culminación de una mala autoestima. Yo le llamaría ganas de morir. Porque creo que eso fue lo que me llamó la atención de ti. Si, definitivamente fue eso, saber que tú podías hacer lo que yo nunca me hubiera atrevido hacer.
Pero ninguno de los dos contó con que las cosas terminarían de este modo. Por eso no me asombra ver ahora tu cara de sorpresa mientras aprietas con odio mi cuello y provocas con una confusa satisfacción mis últimos suspiros y te retuerces con movimientos torpes y un hilo caliente, muy caliente y rojo, comienza a salir de tu costado.

Texto agregado el 11-11-2007, y leído por 60 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
13-11-2007 Mi primer comentario iba a ser: yo sólo conozco a los amantes de Teruel tonta ella y tonto él, pero la lectura me fue atrapando y te felicito, buena materia que un poco-mucho púlida quedaría excelente. sorin
 
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