No quería quedarse en casa porque sabía que ocurría. Así que ahí estaba, desnuda tiritando, aferrada a una taza de café. Repitiéndose que debía haber salido, como fuera, salir de allí. Tiritaba de rabia, de pena, de desconcierto. El día anterior lo había prometido: Soy más que toda esa comida horrenda, soy más que calorías, soy más que bilis, más que una conducta, que un trastorno alimenticio.

Pero todas esas certezas le caían encima y la golpeaban. Ahora nada de eso parecía real, sólo importaba la báscula y la única verdad: no había bajado ni un gramo, ni uno solo. No había sentido hambre hasta que se dio cuenta de que era demasiado tarde y ese chico no llamaría. Tendría que quedarse en casa; su cita había fallado. Entonces comió. No supo cómo pero se encontró vaciando la despensa y el refrigerador, acabando con todas esas cosas que no debía comer. Luego se aterrorizó y comenzó a contar calorías, la soda, las galletas, el atún, la leche y los cereales –menuda mezcla- Comenzó a marearse, a sentir su cuerpo gigante, sucio y grotesco. Entonces se desnudó, se soltó el cabello y vomitó hasta que su cuerpo le rogó dejara de hacerlo. y allí está ahora, sobre la alfombra, al lado de la ventana con su taza de café esperando que la luz solar o el brebaje mismo la compongan un poco.