EL SUSURRADOR
La silueta del susurrador se manifestó en la puerta y todos guardaron un silencio reverencial. Era alto, de rostro cansado y severo. Sus movimientos eran lentos y deliberados. Un aura estática lo rodeaba a él y su poder, el poder que le daba conocer el secreto de las palabras.
La mujer lo observó un momento de reojo y bajó la vista ante su mirada escrutadora y triste. La voz profunda enunció los requerimientos de rigor:
- ¿Es usted la esposa, no? –Ella asintió.- Sabe que toda la familia debe estar de acuerdo con la decisión ¿Es así?
- Si señor, así es.- La mujer recorrió con la mirada a la parentela reunida en el salón.
El susurrador también observó a la gente allí congregada. Pareció atravesar a cada uno con los ojos negros y magnéticos.
- Bien, veamos al moribundo y luego me entregará la hoja con su petición.
- Si señor. Está en el cuarto del fondo.
El hombre yacía pálido e inconsciente en la cama. No era demasiado viejo, pero estaba claro que no le quedaba mucho. El susurrador le pidió a la mujer que se retirara y levantó los parpados del hombre para analizar sus pupilas. Si, allí, más allá del iris, siempre se encontraba la verdad. La balanza se inclinaba moderadamente hacia un lado.
Le pidió a la esposa que entrara.
- Déme la hoja y retírese. Eche llave a la puerta al salir.
Tomó el pergamino de la mano temblorosa de la mujer y, una vez en solitario, deshizo el sello. Allí, bajo la firma de todos los parientes directos, había escrita una palabra:
“Infierno”
Una sonrisa amarga asomó a sus labios. Lo había notado al entrar. Le temían porque los rumores corrían advirtiendo respecto a no realizar peticiones injustas. Había visto el alma del moribundo y no merecía el infierno. No había sido exactamente un ejemplo, pero en la suma había mas cosas buenas que malas. Ellos odiaban al hombre postrado porque sabían que su dinero iría principalmente a obras de caridad. Querían todo, aunque ya vivieran sustancialmente bien…Los ricos…
Se sentó junto al hombre y posó las manos sobre sus ojos. Luego de un momento de reflexión, se inclinó ante su oído derecho y susurró las palabras.
Cuando salió, solo pronunció unas breves frases:
- Está hecho. Al fallecer, su alma irá al lugar que merece. No queda mucho para eso.
- El pergamino…- Comenzó a insinuar un joven, hijo al parecer del hombre.
- Debe ser quemado.- Corto inmediatamente el asunto.- Estoy cansado. Me retiro. Realizar estos servicios consume mucha energía vital.
Se fue en silencio seguido por los ojos temerosos de todos. Se miraron unos a otros y se dirigieron al cuarto del agonizante. Nada en su rostro indicaba que el designio había sido ejecutado, pero sabían que el susurrador poseía el secreto para sellar un destino eterno y final para el alma: un cielo o infierno particular.
La cuestión que los aterrorizaba era: ¿Habían sellado también ellos el suyo?
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