Y luego de escuchar atentamente los reclamos y planteos diarios, de cada uno de sus hijos y familiares directos, y de repartir mentalmente, dinero para cada gasto, en un acto espontáneo, salió corriendo, con los brazos en alto, gritando y agitando las manos hacia el cielo.
Y Corrió. Y Gritó. Y Gritó y corrió hasta que el grito se transformó en un aullido lastimero y los pasos en un deambular a los tumbos. Y cuando ya no tenía mas fuerza para gritar ni para correr, trastabilló y cayó a un arroyo. Y recién ahí, al contacto con el agua helada, recuperó la cordura.
Se acomodó un poco las ropas, escurrió su falda y su melena y regresó a paso lento a su hogar, a las tareas domésticas, a la organización de las compras, de la comida, de la ropa. De la vida en general.
Y al verla entrar, el hijo mayor le acomodó el flequillo, como si solo eso necesitara arreglo en ella.
El próximo le estiró un poco el delantal y el siguiente, extendió la mano alcanzándole un mate caliente.
Sin cruzar una palabra, lavó sus manos llenas del barro y las raspaduras de la caída, tomó algunas papas de la bolsa y empezó a pelarlas. Volcó aceite en la sartén, encendió la hornalla y se dispuso a freír, empezando así el ritual de la cena.
Nadie, ni sus hijos, ni su pareja, que miraba fútbol por televisión, le preguntó que había hecho o donde había estado en las dos horas que se había ausentado partiendo a los gritos...
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