Perdónenme. Ya sé que he sido muy reiterativo con el tema de los paquidermos de Afganistán, que he abusado de vuestra paciencia, al mencionar con frecuencia a las orugas de Birmania. Creo que los he aburrido con las nubes de media tarde en Skoova, que he sido majadero con el musgo de las piedras de Venus y con la iteración de la cifra que media entre la tierra y la estrella más lejana del universo, y que acapara todos los ceros disponibles.
Excúsenme. Ya no hablaré más de la mantequilla de ceibo, ni de las caracolas del Mar Muerto, que no visten de luto, precisamente; a nadie más molestaré con las cajitas de música de Birmania, nunca más oirán de mi boca la leyenda del tesoro perdido de Madagascar.
Ya no reiteraré el tema de los cuchicheos de Brookling, tan especiales para los oídos sensibles, ni los bostezos de las cebras, que de tan largos y prolongados que son, antes que se manifiesten en los labios del animal, este ya se ha olvidado del motivo de su aburrimiento. Nunca más hablaré de los relicarios de Libia ni del aroma embriagador de La Planta Sin Nombre.
Nunca más recurriré a temas tan ramplones para aderezar mis ya ramplones textos. Por lo tanto, mi fantasía, pobre e insuficiente, ya ha sido alertada de todo esto y deberá trabajar de veras para encontrar de una buena vez un tema que sea realmente original.
Nunca más, lo prometo...
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