“Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos...
María Luisa Bombal



Ángela había acatado a ser sin quejas la destinataria de todo padecer. Cuando sus padres murieron, el legado derivó en su hermana Elvira, la mayor, por el sólo hecho de delegar culpas pasadas. Entonces la vida era una madeja de felicidad flotando por la casa. Ya nada le provocaría tanto dolor a cambio de un sometimiento inútil. Ahora ella sería la dueña de toda decisión dentro y fuera de esas albas paredes sedentarias; podría recorrer sin permisos el parqué encerado de las habitaciones; mover los muebles de lugar; agitar la botella de leche antes de hundirse con sus labios en ella; sonreír a mitad de la noche o cuando le viniera en ganas, mientras continuaba rigiendo el comportamiento de su hermana, quien harta del maltrato sólo optaba por defenderse todo el tiempo. El invierno recrudeció otras viejas asperezas, coartando aún más el escaso diálogo que había. Así los días se mantuvieron suspendidos en la introspección de sus conciencias, para declinar hacia un agónico final. Los primeros calores desbocaron lo precario en ellas, ante una suerte de gritos e insultos. Recriminaciones, angustias y soledades se fueron enredando entre palabras y llantos; conjeturas; dolores y abandonos. Cuando la calma volvió a rondar aquel hogar, ninguna de las dos fueron las mismas...
Dicen que al morir Ángela, la sala velatoria rebosaba de personas desconocidas, las que su propia hermana Elvira contrató para apaciguar tanta soledad y odio acumulados en ese maltratado cuerpo...

Ana Cecilia. ©