Penélope estaba sola, esa noche no quería compañía, deseaba ahogarse en su dolor, hacer caso a su desesperación, permitir que la tristeza la consumiera. Cerró las cortinas de su pequeño apartamento, se hundió en el cuero frío del sofá, acercó la llama de un encendedor a un cigarrillo mentolado y aspiró profundamente, como si quisiera tragar todos sus sentimientos.
Estiró su mano y oprimió el ON que dejó escuchar el ritmo de la música; el mundo se confabulaba en ese instante para que Penélope se sintiera aún más desafortunada, la canción que más le gustaba, sonó, y ahora adquiría otro significado, la noche pronto divisó la primeras gotas de lluvia que acompañarían la lúgubre y apesadumbrada noche; sus pensamientos existenciales surgieron como bandadas de insectos.
Inmersa en sus sufrimiento, recordó cada palabra, cada instante de aquello que la agobiaba, maldijo el momento en que se había dejado llevar por aquel cuerpo escultural, por el incitante olor de aquellos besos y por el exquisito movimiento de sus manos; no pudo negarse a la excitación que experimentaba su cuerpo y se dejó penetrar en lo más íntimo y reservado de su existencia.
Pronto descubrió que aquellos senos perfectos empezaron a aumentar, que aquel abdomen plano y adornado por la perfecta silueta de su cintura se empezaba a abultar. El vómito provocado anteriormente por su obsesiva delgadez, se convirtió en algo involuntario y su golpeada autoestima bajaba con mayor rapidez.
Con esa misma facilidad remembró su decisión; Penélope no podía permitirse que la sociedad la mirara, que su familia la juzgara, que el ímpetu de aquel hombre le respondiera – fue cuestión de una noche – y mucho menos podía asimilar la metamorfosis que su cuerpo sufriría.
Un discreto y pequeño lugar, en el que se respiraba la pesadez del aire, unas paredes blancas con las marcas de la suciedad y de los años, unas sillas carcomidas por el óxido y unas camillas desoladoras y cubiertas por manatas amarillas y arrugadas le dieron la bienvenida.
Una señora de avanzada edad, que parecía parte de la decoración de aquel lugar se le acercó - ¿es usted Penélope? Siga por favor el doctor la espera-. Se vio tendida en una cama… sentía… que su alma se desprendía de sus ojos, salía lágrimas de dolor y de su cuerpo se absorbía la vida de quien tanto la iba a querer.
Volvió a su presente musicalizado con una canción de Alberto Plaza, parecía la banda sonora de una película de terror; su sofá estaba húmedo por el sudor y por la sangre, parecía como si la lluvia hubiera traspasado el cristal de la ventana. Su dolor y su culpa la agobiaban y Penélope blandía con firmeza el bisturí en las venas palpitantes de sus muñecas. La lluvia arreció, ella, cerró sus ojos y sonrió con la esperanza de haber enmendado su error.
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