Me he quedado mirando como pasan los microbuses, con esa cruel idea haciéndoseme una loca argamasa en la cabeza. Los ruidos de la calle se agolpan en mis oídos, pero aquel pensamiento se transforma en algo visual que me hiere con crueldad. Una señora pasa por mi lado y me queda mirando con fijeza, ¿será que no he podido esconder mis lágrimas? Trago saliva y con ello, pareciera que digiero ese veneno fugaz que me va goteando por dentro. No puedo caminar, me parece inconmensurable el esfuerzo. Pero tampoco debo quedarme quieto, ya que la idea esa, comienza a herirme con sus espinas. ¿Cuántas son las formas que adquiere el dolor? -¿Alguien podría responderme eso?- sollozo.
Camino, pues, con la lentitud manifiesta del que no sabe adonde ir ¿Cómo es posible que caiga la noche en medio de esta mañana primaveral? Una sola palabra ha invocado este transcurrir precipitado de las horas y me debato en las tinieblas de mi propio martirio. Me duele esa intensidad, ese crucial socavón, ni siquiera un dolor físico podría provocarme este sufrimiento, esta horrible sensación de desarraigo. Una mísera palabra ha devenido en esta noche repentina. No hay peor soledad del que llora en medio de la multitud alborozada.
Cuando sonó mi celular, vi su número en la pequeña pantalla. Feliz, ante la expectativa de comunicarme con ella, contesté la llamada y mi rostro se desdibujó en una mueca de espanto al escuchar una palabra tajante e imperativa: -¡Terminemos!- dijo y cortó. Y el mundo se me derrumbó de golpe.
Teníamos tantos planes, nos iríamos a vivir a una casita pequeña con un hermoso jardín para cultivar todas las flores que cupiesen en él. Tendríamos un par de hijos, ella continuaría trabajando en lo suyo, era enfermera y yo, en lo mío: soy vendedor de seguros.
Intenté llamarla de nuevo, no podía quedarme con esa última palabra martillando en mis oídos y en mi conciencia herida de golpe. Necesitaba razones, las que fueran. Sentí que todo danzaba delante de mis ojos, mi estómago no soportaba tanto sobresalto, ¡Oh Dios! Nunca sabemos lo cerca que estamos del abismo.
Ahora, sin referencias de tiempo ni espacio, sumido en la nebulosa más aterradora, soy un alma desolada que aguarda el aullar de un perro que anuncie el fin de tan desdichado tránsito.
Suena mi celular nuevamente. El corazón se desestabiliza dentro de mi pecho. Contesto, sintiendo que mis vísceras inician una danza diabólica.
-Perdona amorcito- es su voz.
-Necesito que me expliques el motivo de tu decisión- exijo con tono perentorio.
-¿Cuál decisión?
Me dan ganas de gritarle lo mucho que me ha mortificado con aquella sola palabra. Que, de un plumazo, ha roto cada una de mis ilusiones. Pero callo, aún conservo un fondo de dignidad.
-¿Qué pasa, perrito? ¿Está enojado? (¡Y lo pregunta!)
Nada respondo, ya veo que lo nuestro siempre lo tomó a la ligera, no vale la pena continuar con este martirio. Después de todo, acaso terminar sea lo mejor. Cuando una de las partes no ha contraído un compromiso con la debida seriedad, no vale la pena proseguir. No señor. La dignidad ante todo y...
¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!- exclama ella. ¡Pero que tonta soy! Debí llamarlo de nuevo, sólo que este celular mío… siempre con problemas de batería.
-¿?
-Si, amorcito. Perdóneme usted por no llamarlo de nuevo. Sólo le pedía que termináramos de pintar la pieza de mi madre este fin de semana.
-Terminemos…de pintar…era eso.
-¿Qué le parece, amorcito? ¿Está usted dispuesto?..
Otro microbús pasa frente a mis ojos. La gente, arracimada dentro del vehículo, me contempla con curiosidad. Es que yo, sin saber por qué, o ejecutándolo con todo el potencial que otorga un alma exultante, me he puesto a danzar y a lanzar besos a todo el mundo. Y ahora son ellos, la gente, la calle, los transeúntes, quienes se sienten un tanto apagados ante tan magnífica demostración de regocijo…
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