No, no me mires de esa forma. Me pones nerviosa. Y hoy no puedo estar nerviosa. Hoy deshacen mis largas trenzas. Hoy dejaré muchas cosas y tendré otras.
Estaba de espaldas a él, ruborizada, con la voz temblorosa, haciendo un rápido recuento de su vida, de sus ansias de amar, de sus alegrías y de sus llantos, de sus sueños, de tanto que dejaba y de tanto que iba a recibir. Vestida de rojo intenso parecía aun más bella de lo que era, unos grandes ojos verdes, verdes, unas largas trenzas peinando su cabello negro y lacio, unos labios rojos de tanto mordérselos, una nariz recia que le daba carácter y la barbilla en una mandíbula pequeña. Estaba bellísima. Él no podía dejar de mirarla. Por la ventana entraba el sol fuerte del mediodía haciéndole el juego a la larga túnica que ella llevaba, ayudando a Yusuf a imaginar ese cuerpo que deseaba. Él siempre había estado a su vera, velaba por ella, la cuidaba y por supuesto la amaba. Habría dado su vida a pesar de que sabía que nunca podría ni tan siquiera besarla.
Entró en la habitación la guardia con sus sables en la cintura para custodiarla en el camino. Ella salió con paso altivo. El detrás, y después los cuatro soldados. El corredor se hacía más largo que nunca, sabía que al final estaba también su final. Nunca volvería a verla, a sentirla junto a él. Y eso casi lo haría morir.
La estancia estaba toda decorada con miles de motivos vegetales y palabras labradas sobre la pared. Los arcos y las columnas no dejaban ver donde terminaba. Ella se sentó en un taburete. Soltaron sus largas trenzas. Medían más de treinta metros. Solo se había cortado el pelo una vez, a los diez años, después siempre se lo había dejado crecer. Sabía que cuando se lo cortaran marcharía a otro de los palacios reales a dejar crecer su cabello. Iría sola. Yusuf no podía acompañarla y eso la afligía. Había estado tantos años junto a ella, lo había visto nacer. Nadie lo sabía pero ella lo amamantó. Sintió tantos deseos de ser madre cuando lo vio que no pudo resistir llevarlo hasta sus pezones ante su llanto. Ese día no salió leche de sus pechos. Lo volvió a intentar repetidamente hasta que una tarde el amor que prendía su corazón hizo manar el alimento de ella. Lo amamantó hasta que cumplió dos años. Después siempre ha estado junto a ella. Primero como un retoño en sus brazos. Nunca tuvo hijos, cambió el fruto de su útero por la gracia de sus trenzas. Después como el hombre que la amaba más que a nadie. Él nunca asoció a la mujer que lo cuidó de niño con ella. Eran dos distintas. Sin embargo para ella lo era todo: su hijo, su hermano, su esposo, su amigo, su compañero... Habían compartido todos los momentos en los últimos veinticinco años, los mismos que él tenia. Sabía también que ese momento era el último que sus ojos lo contemplarían, ella marchaba mientras cortaban sus largas trenzas. Después las esparcirían por aquellas tierras para abonarlas con su amor. Ella guardaba su amor en ellas. Tenía ciento veinticinco años y ciento quince años de amor bordado en sus trenzas de treinta metros. Ciento quince años de paz en su país, ciento quince años de prosperidad, ciento quince años de armonía, ciento quince años.
Cortaron sus cabellos, ya desbaratadas sus trenzas, y en ese momento ella quedó reducida a un montón de flores de jazmín. Yusuf no pudo evitar llorar amargamente, sin consuelo, un llanto que hizo llorar a todos los que estaban allí. Cogió los jazmines aferrándolos contra su pecho y llenos de lágrimas se volvieron rojos como el vestido de ella. Los meció como si fuera su cuerpo. Los besó como si fueran sus labios encendidos de fuego. Y por fin olvidó.
Ya estaba en otro de los palacios reales. Ya estaba cosiendo en su pelo retazos de otros amores para traer prosperidad a ese otro pueblo. Olvidó a Yusuf entre labores de encaje y entredoses sobre sus trenzas que ya crecían. Sus pechos nunca volvieron a amamantar a nadie, casi desaparecen por el aroma de jazmines que desde ese momento embargaba el aire que la rodeaba.
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