Cuando abandonó la mente en blanco y de alguna manera volvió en sí, el cielo azul se filtraba por la ventana. Se incorporó pues creyó escuchar graznidos. “Patos”, piensa. De pie frente a la ventana, ve pasar al grupo de tres patos que rondaba la laguna cercana. Se vistió con rapidez, tomó la escopeta, la cargó con dos cartuchos y salió calzándose las alpargatas. El perrito se le incorpora como un apéndice externo, y le chista levemente antes de que ladre. Obediente, lo sigue pisándole los talones. Llega hasta los juncos del borde de la laguna. El barro oscuro hedía su vapor a podrido. Se oyen bichos retozar en el agua. No puede verlos, y comienza a rodear la laguna. Cuando aparecen, dispara al bulto los dos tiros seguidos. Una pareja levanta vuelo, y otro queda sacudiéndose en el agua. El perrito salta hacia adelante y nada hasta el pato. Lo trae en la boca, gozoso de haber cumplido con su parte de la tarea. Entrega la pieza al patrón, quien lo toma de las patas, sopesando el producto de la caza. “No esta mal”, piensa, y le aplica un golpe innecesario en la cabeza con el canto de la mano. Regresa a la casa, rodeado por el desborde entusiasta del perrito; espera alguna reacción de agradecimiento, que no llegó. “Debe estar durmiendo todavía, a menos que los disparos...”, piensa cuando ingresa a la casa. Dos ambientes, la cocina y el baño. Poca cosa. Algo estrecha, sí, para dos personas. Deja la escopeta en un rincón, y vuelve a salir para desplumar la presa. El perrito saltaba, persiguiendo las plumas, y alguna le quedó pegada al hocico, que lo hizo estornudar. El hombre sonrió. Regresó a la cocina. Dejó correr el agua, limpió al pato, lo evisceró y luego lo colocó en una olla con sal y vinagre. “Habrá que esperar”, piensa. Comienza con los preparativos para el mate. Ella,. duerme, cubierta a medias por una sábana. La botella de agua medio vacía revela que ha bebido. Y las pastillas en la mesa de luz denuncian el origen de su estado . Dormiría una semana seguida. Eso había dicho. A la mañana y a la noche, en un breve período crepuscular, bebe e ingere pastillas. Era robusta. El ayuno no le provocaría otra cosa que afinar algo la figura. “¿La figura?”, piensa él, mientras ceba el mate. No recordaba a su mujer de cuerpo entero. Tres días durmiendo, tapada por las sábanas, era un manchón negro el pelo entre las almohadas, y la piel cobriza adquiría formas recortadas entre los pliegues de las sábanas. Eso era ella ahora para él. Vuelve a la olla, e investiga al pato. “Dos estaría mejor”, piensa, y sale hasta la puerta, con el mate y la pava. El perrito se sienta junto a él. Miraba al cielo, esperando el regreso de las aves. El perrito también observaba. La lengua afuera goteaba, anunciando un día caluroso. Oye ruidos adentro.“ ¿Sigue durmiendo o se despertó?”,piensa. El silencio le confirma lo primero.
Se presentaron, y no dos sino en bandada de cinco. Pero se negaban a acuatizar. Buscaban al compañero. Estaban alborotados y graznaban alrededor de la laguna. Quieto los esperó, hasta que se asentaron en el agua. El parloteo era incesante, y se salpicaban entre sí. Regresa a la laguna, con la escopeta al acecho, caminando en cuclillas. El perrito se echa al borde del agua. Apunta a un claro y espera. Cuando asomaron, dos disparos casi simultáneos alteraron la quietud de la laguna. Quedó uno, quieto, que el perrito trajo casi en seguida en la boca. Lo había destrozado. “Un solo tiro bastaba”, piensa, “pero algo vamos a sacar de esto”. Regresó y trabajó con la pieza, que parecía un colador de carne. “Uno y medio no está mal”, piensa, y volviéndose hacia el dormitorio,”para uno solo”. Las piezas flotaban en el vinagre y escurrían un líquido pardo. “Hay que ablandarlos y sacarles el gusto salvaje”. Mientras contemplaba el interior de la olla y aspiraba los vapores del vinagre, tiene una erección. Se desprende el pantalón y arrastrándolo camina con los pies juntos hacia la pieza. Se desnuda y se echa junto a ella. La penetra por detrás, y termina casi en seguida. Ella ni se mueve. El hombre se incorpora, tose y vuelve a vestirse. Sale de la casa con el perrito. En la laguna no había patos. Otras aves retozaban ahora en el agua entre los juncos. Rodeó la laguna, y caminó hacia el campo vecino. Se veían algunas vacas pastando y una tropilla en un rincón arbolado, aprovechando la sombra. Sudaba. El sol pegaba fuerte. Tenía en la mente la imagen de los patos oreándose en el vinagre. Aún no los imaginaba en una fuente, preparados con guarnición y salsa. “Mañana habrá que hacer eso”, piensa. El perrito corre a una liebre que saltó detrás de una mata de pastos. Ladra detrás mientras ella se aleja sin dificultad. A poco abandona la persecución. El hombre se detiene frente a la puerta de la casa. Se sienta bajo el alero. Circulaba poco aire. El perrito se apretó contra los ladrillos para tomar fresco desde allí. El hombre encendió un cigarrillo. “No hay más nada que hacer que esperar la noche”, piensa. Ya atardecía cuando siente hambre, y en la despensa selecciona pan y fiambre. Come rápidamente, y el perrito lo acompaña desde abajo, aguardando. Al terminar, le arroja los restos al piso, que el perrito devora.
Enciende una lámpara y se desnuda. Se echa en la cama, lejos de la mujer. Ella duerme. Él no podía dormir, aunque lograba poner la mente en blanco y no pensar en nada. De pronto, ella se incorpora, se arregla el pelo con una mano, busca una botella para beber, toma dos pastillas de la mesa de luz, las traga con ruidosos sorbos de agua y luego se vuelve a acostar. Él ni la mira. Apaga la lámpara, se reclina sobre la almohada, con un brazo detrás de la nuca, y se deja estar, se deja ir. “Hacia ninguna parte, en la oscuridad es mejor”, piensa.
Los rayos de sol en la pieza. Se incorpora y bosteza. Se lava, orina y prepara el mate. Afuera, los pájaros entonan chillonas canciones. El perrito se le acerca gimiendo de hambre. “Mas tarde comemos los patos”, piensa. Y lo mira al perrito como si le hubiera hablado.
En la olla, el vinagre había hecho lo suyo con los patos. Los sopesa, los enjuaga con abundante agua y los cuelga de las patas para que escurran. El vapor del vinagre también hizo lo suyo con él. Regresa desnudándose al lecho, y la toma por detrás. Siembre por detrás. Rápido y fugaz el estremecimiento. “Ahora debo cocinar”, piensa mientras se viste. Cuando vuelca la olla en la pileta, recuerda que no queda otra botella de vinagre.”Debo ir al pueblo”, piensa.”Sin vinagre estoy listo”. Sabía de lo que hablaba, y busca dinero en los cajones. Encuentra dos billetes y los guarda en el bolsillo.
Prepara los patos en la misma olla, agrega la salsa y los pone a cocinar a fuego lento. El perrito movía la cola, debajo de él, aguardando con impaciente alegría.
Al atardecer comieron ambos con buen apetito. El perrito gruñía contento, y jugueteaba con los huesos. Eructó luego del vaso de vino, se incorporó y caminó hasta el baño. Orinó y se olió los sobacos. “Ahora debo bañarme”, piensa. El agua de la ducha, fría, lo refrescaba y sintió algo parecido a la alegría. Se secó y se acostó. Ella se había incorporado, tragado las pastillas, bebido y vuelto a dormir. Apaga la lámpara. “Mañana debo ir a comprar un par de botellas”, piensa. “Quizá vuelva la bandada”.
Temprano fue al pueblo, con el perrito saltando a su lado. Llega al almacén, toma las botellas de la estantería, pasa por la caja, paga y sale. Con la cabeza y un gruñido se despide del almacenero, quien ni siquiera le contesta.
Al llegar, muy cansado, se echó en la cama. Ella dormía, apretada contra el colchón. Atardecía cuando sintió hambre. Comió los restos de los patos, bebió y salió para respirar el aire fresco de la noche. Había encendido la lámpara, que filtraba tenues rayos por la ventana. “Mañana, si tengo suerte, volveré a cazar”, piensa. El perrito le lamía un pie y lo empuja con brusquedad.
Ella dormía. Ya había bebido agua, y él le repuso la botella llena. Él no podía dormir. “Cuatro días sin dormir es mucho tiempo sin dormir”, piensa.
El barullo de la laguna lo alertó. Había amanecido. Tomó la escopeta, dos cartuchos, y avanzó agachado, sigilosamente. “Son patos”, pensó. Apuntó hacia el claro, esperando que aparecieran nadando. Disparó un solo tiro. El perrito trajo en seguida la pieza. Los demás habían huido en rápido y ruidoso vuelo. Cuando se incorpora, siente un mareo súbito, como si de golpe le cayera encima todo el sueño atrasado. Deja la escopeta en el suelo, y se echa sobre el pasto. El corazón le late furioso en el pecho. Intenta moverse y no puede hacerlo. El perrito saltaba y corría a su alrededor. Por el rabillo del ojo percibe que la escopeta le está apuntando a la cabeza. “Está amartillado el segundo tiro”, piensa antes de dormirse. El perrito ladraba y saltaba a su alrededor.
Ella se incorporó, tomó todas las pastillas que recogió en su mano de la mesa de luz y bebió con avidez. El disparo no la inmutó. Hubiera pensado “patos”, si hubiera alcanzado un mínimo de lucidez. Cayó como plomo sobre el colchón. Probablemente no volvería a beber.
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