La tecnología de los últimos años lo había cambiado todo. A partir del último siglo la expectativa de vida había crecido tanto que ningún ser humano moría antes de los 150 años.
Por medio de la genética era posible determinar las enfermedades a las que eran propensos todos los individuos a penas nacían. Existían todo tipo de curas, y por lo tanto todo tipo de vacunas.
Al prolongarse la vida se había implementado también un estricto control de natalidad, pues el mundo estaba correctamente equilibrado para todos sus habitantes.
Sin embargo después de haber vivido 98 años yo ya no me sentía feliz. La vida se había convertido para todos en un ciclo casi si fin en el que todo ocurría monótonamente, fiel a las aburridas rutinas.
El mundo era viejo, así como lo éramos sus habitantes. La muerte también había envejecido, se había cansado de esperar por nosotros. La ciencia había planificado todo de manera tan perfecta que vivíamos en una utopía, donde jamás ocurría nada malo.
Recuerdo el día en que realmente entendí el superfluo sistema. Había vuelto del trabajo a las seis en punto de la tarde, ni un minuto más, ni un minuto menos, como todos los días de mi vida. En casa sólo me esperaba mi perro viejo y enclenque. No había nada por hacer, el silencio era tan intenso que lastimaba mis oídos. Abajo, en la calle ya no quedaba nadie. Todos estaban es sus casas, con sus familias, entreteniéndose con alguna banalidad. Las luces de la vereda habían comenzado a apagarse. Me dieron ganas de gritar.
El aburrimiento me inquietaba la sangre. Aun faltaban tres horas para ir a dormir. Preso del tedio, decidí ir al altillo a ordenar las decenas de cajas con cosas viejas que había heredado de mi familia.
El polvo del cuartucho lo cubría todo. Por lo menos había encontrado algo que me entretenía un poco, de manera que comencé a limpiar y ordenar. Pero mi trabajo se vio rápidamente pospuesto en el momento en que encontré aquella caja con fotos viejas. Era un álbum que le había pertenecido a mi bisabuelo. Recuerdo que mientras observaba las fotos una sensación extraña crecía dentro de mi cuerpo.
Aquellas marchitas fotografías no representaban sólo la vida de unos ancianos, ellas simbolizaban un pasado mejor, un pasado donde la vida realmente transcurría y cumplía un curso coherente. En aquel momento la naturaleza no estaba intervenida por la tecnología, y todo formaba parte de un delicado ciclo que terminaba con la muerte. El tiempo y su transcurso eran valorados, de manera que la vida era apreciada y respetada.
Aquella sensación que se despertó en mi ser aquella tarde, aun la siento presionándome el estomago, acuchillando mi alma. La injusticia de la tecnología se había apropiado de la vida, de la libertad y de la felicidad. Con ella estábamos todos condenados a una existencia longeva y superficial, en la que siquiera teníamos control de nuestro propio destino.
Desde aquel momento intente destrozar las cadenas de mi vida, pretendí buscar el control de mi ser y persona, romper las ataduras del sistema, encontrar la embriaguez de la existencia y entender los orígenes y los ocasos.
Dejé el trabajo y olvide la rutina. Exploré los márgenes y los extremos. Sin embargo tropecé una y otra vez con el mismo problema. Comprendí que la sociedad que me rodeaba, de la que yo era parte estaba enajenada en el sistema, nadie se percataba de la realidad, no me escuchaban y me tildaban de maniático. Más que nunca, me sentí solo y repudiado.
Finalmente entendí que la única manera de recuperar mi libertad y encontrar mi destino era entregarme a ella, quien aun permanecía a la espera.