Por dentro, sus ojos recorrían la blancura de la muerte, anónimos, estáticos, como un escalofrío tenue que les trepaba el alma; fuera, la noche se extendía tácita en el humo de las bombas. Apilados en senderos paralelos entre las moscas y la sangre, soñaban bajo las pisadas militares que hurgaban su privacidad. Mientras, la cabeza de un pequeño yacía resultante de la pólvora, con su cuero cabelludo abierto al mundo y el llanto congelado entre sus dientes que nada conocían de la guerra. Después las sirenas zigzagueando entre los tanques, los estruendos, las banderas como pájaros huyendo de las balas, extendidas, vueltas a fundar. Y la nada habitando los rincones ante el miedo que rondaba las aceras, como un funeral perdido bajo el tiempo velando la muerte en sus escombros. Todo fluye en la espiral de su memoria, de calles y de muertos, de la soledad latiendo infinitamente bajo el influjo de esta tierra. Y las voces agudizan los espasmos que se internan en sus vientres, una y otra vez siento la lluvia de misiles que me arrasan bajo el eco de las quejas, mientras recorro el suelo con mi sangre que se funde en otras más. Hoy he muerto al ver aquellos rostros perecer, al temblar con su dolor y sus siluetas mutiladas, al rozar el aire que flotaba en las pupilas invisibles y distantes como un manto de piedad inalcanzable de lamentos.

Ana Cecilia.