Hace tiempo que aquél señor venía a pedir comida, fin de semana de por medio sonaban sus callosas manos tras el viejo portón de madera verde y pilares húmedos. En casa siempre fueron católicos, o por lo menos casi todos, y parece que a mi madre le daba pecado no darle, al menos, algunos panes y tomates para que pueda comer. Decía que tenía hijos, pero siempre vino solo. Vestía austero y parecía un tipo trabajador, o por lo menos esa era mi impresión a los nueve años.
Recuerdo que una noche, revisando la alacena familiar, mi madre nos sorprendió con unas latas medio viejas que habíamos traído desde brasil algunos meses atrás; realmente se esmero en la preparación, pero por algún motivo el descontento fue general. La cena trajo el nombre de feijoada y el recuerdo de aquella comida marcó mi vida, es como que después de eso, cualquier alimento autóctono era mirado con desconfianza y reticencia. Después de ese día, las dos latas restantes de feijoadas quedaron relegadas al fondo del estante, justo detrás de unas conservas de tomate perita y atún al natural, a la espera de en algún momento ver la luz, y ese día llegó.
Hacía calor, con mi hermano pequeño estábamos jugando en las hamacas del jardín, los perros correteaban a los pájaros que hurgaban entre el césped cortado horas antes por mi padre y el asado estaba en la boca de todos y a fuego lento sobre la parrilla, la ensalada típica de lechuga y tomate reposaba sobre la mesa ya armada con los vasos del revés y cubiertos ordenados a la usanza. Y en ese momento, apareció él, con su vieja cara curtida y arrugada y algunas canas bañando su cabeza, con barba de unos malos días atrás y una ropa de trabajo sucia por la jornada, golpeó sus manos con menos fuerza de la acostumbrada, tanto que, nos enteramos de su mansa presencia por el ladrido desesperado de los perros avivados por el desconocido. Aquella noche, la de las feijoadas, entre risas y platos llenos de duros porotos negros que terminó de alimento para los perros, acordamos por decisión casi unánime, que la próxima vez qué viniese el señor de la comida (como lo llamábamos), se llevaría esas latas y nos libraría de otra cena insufrible. Al verlo frente a la casa con su cansina posición y una bolsa de supermercado con doble nudo colgando de sus resecos dedos, saltamos de las hamacas y corrimos velozmente al grito de ¡el señor de la comida, da-le las fei-jo-a-das! , al sentir el griterío, el resto de la familia se acopló al unísono pedido por parte de los miembros más jóvenes del clan y hubo algarabía generalizada. El entregador fue mi padre, llevando el paquete bomba hasta las hambrientas manos, que fue recibido entre risas nerviosas y cortesías exageradas.
Y el señor de la comida, nunca más volvió.
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