Día tranquilo. Mañana calurosa. El incesante ruido del tráfico por Libertador. Yo me quedo inmóvil, pienso en mis cosas: observo y escribo. La gente pasa indiferente, no me conoce ni yo a ellos, y aún así, el lugar es el mismo. Reconozco a un amigo, pero está lejos y no llega a escucharme. Me prendo un cigarrillo y sigo pensando. Algo me alarma y volteo, veo a una niña que me mira detenidamente sin hacerle caso a los llamados de su madre; me dice hola y se aleja. Una mujer alimenta a las palomas, mientras su perro las corre casi con cinismo. Una pareja se besa como si fuera la última vez, restándole importancia a las miradas ajenas, a pesar de que alguien haya dejado ya de leer su diario. Está el hombre que abraza a una mujer que llora desconsolada por alguna pena que la tiene a mal traer, mientras una mano se mueve inconsciente en la cabeza del gato que dormita. Un hombre apresura el paso queriendo correr; iniciativa que no prospera ante el traje y el calor: llega tarde a alguna cita importante. Una señora me interrumpe y dice ¿sabés sacar fotos?, yo accedo gustoso al pedido y continúo escribiendo. Nada me detiene, no llego tarde a ningún lado y nadie me está esperando. Observo acciones, movimientos, rutinas íntimas, abiertas, espontáneas, confidencias, traspiés, gestos truncos, pasados mínimos, retrasos, exageraciones, deslices, desaires, intentos contextos, pausas, retratos, el color de los pesares. En la plaza del reloj, que por cierto, no da la hora.