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De súbito abre los ojos. Hace frío y está oscuro, aunque una fosforescencia pálida y fantasmagórica le permite alcanzar con la vista hasta donde el vaho que exhala se deshace con la realidad que ella abarca.
Se halla tumbada boca arriba sobre una superficie irregular e incómoda. Se gira un poco y las hojas secas crujen bajo el peso de su cuerpo. Un guijarro puntiagudo, áspero y frío, se clava en su omóplato derecho, obligándola a volver a su posición original, arqueando para ello la espalda y apoyándose en las nalgas y los codos.
Permanece inmóvil, los sentidos alerta ante el entorno, la respiración levemente agitada y contenida. Está desnuda. Puede sentir en los codos, las piernas y bajo las caderas las hojas del suelo, las pequeñas ramitas y los trozos de tierra húmeda pegándose levemente a su piel. En su espalda, bajo los brazos, entre los senos y en las ingles y el pubis, gotas de sudor y de neblina condensada se enfrían entre la pálida oscuridad con la temperatura de la noche.
En la rama alta de un roble anuncia un ulular la presencia de la lechuza vigilante. Se estremece y se incorpora, lastimándose la seda blanca de las piernas con las asperezas del suelo. El vaho perturbado en su reposo se revuelve incómodo. Se cubre ella con el brazo del frío y la indefensión mostrando un pudor ignoto e instintivo, humano, ignorando que el resplandor lechoso y suave de la Luna la viste e imbuye de su sacra protección: la que la noche tranquila, primaria, acerada, ofrece a sus salvajes hijos.
Oscilante su pecho, enmarañado su cabello de todas las vetas del pino rojizo, dilatados sus ojos de presa, espejos de obsidiana de la noche. Vigila la lechuza. Lejos, el búho le responde.
Son imperio del bosque los olores. De su tierra húmeda, de ancianos sabios sus robles, de sus imperturbables rocas, de vidas abruptas de innumerables portadores. Es el olor pétreo dominio de su hueso eterno y fuerte, la montaña.
Canta de nuevo el búho su respuesta y alza el vuelo. Obedece una oscura nubecilla y, atrevida, desafía la belleza de la noche interrumpiendo la serena contemplación de la reina de los cielos. La luz fluida se retira dócil y obediente a la cruel norma de la noche en la floresta: para toda presa hay un cazador en la danza abrupta del reino natural.
Se agita y arranca a correr sin romper las delicadas uñas de nácar, pero arañando la piel láctea en los puentes perfectos y arqueados de sus pies pequeños, delicados. Él ya llega. En un oscuro abismo de verdes y gris pálido, siente el rumor que proclama su presencia. Callan los pinares, especta la maleza como un círculo curioso y siempre hostil que sufre ella. Todas las ramas un cepo, abrojos todas las piedras, redes todas las zarzas que no cejan en su presa; todo el bosque un abrazo de gigante que la retiene y la entrega. Se acercan, mientras, los cascos; se apartan las hojas al paso del rey que cerca su reina.
Cae ella y se alza luego. Se zafa de unos jarales, un murciélago alza el vuelo, y alcanza corriendo un claro entre los robledales. Bajo un árbol centenario – retorcidas las raíces y profundas, poderosas las ramas en sus nudos y fecundas de cortezas, albergue de musgos y colonias de alimañas inmundas que devoran las arañas – bajo una presencia que respira y que late, tan vieja como el mismo bosque y sumisa tan sólo a la antigua Gea, bajo todo ello encuentra un dolmen de tres piezas megalíticas que le ofrece silencioso su refugio.
Repican las pezuñas grandes del cazador en busca de su presa; profundos suenan sus bramidos de ansia primaria; sobre los sonidos desconocidos de la noche se eleva el rozar de las copas con sus astas: va llegando. Ella se agazapa tras las rocas erguidas mientras la nube retrasa en un gesto cómplice su pugna con la Luna. Acurrucada entre la piedra gélida y las raíces antepasadas del bosque no ve a su perseguidor y aguarda en el silencio incierto. El vaho brota en imperceptibles borlas con su pulso excitado.
Se detiene el trote al otro lado del monumento mineral. Se husmea el aire frío y nocturno en busca del ansia del momento en el aire oscurecido. La nube retira traidora su presa y la luz liberada hace brillar de ella los ojos angustiosos, asustados, pero en cierto punto esperadores. Toda presa desea su captura.
En un instante se estremece el cuerpo suave de armiño de ella y se asusta de su propio movimiento. El Cazador aun no la ha visto. En la altura las ramas crujen; murmullan las encinas y aúlla el viento en las copas elevadas. Todo el bosque cede a su alma lo que ésta ama.
Ella es un nudo atrapado entre zarcillos y ramales del más anciano de los robles, siente el colapso del miedo dando paso a la entrega. Orgulloso en el centro del claro, el Rey es el lobo y el ciervo, la cabra y la zarza, el roble, el jabalí y el búho y el toro de patas blancas. Su noche gris de ojos de lince, su boca carnosa y rosada. Canta el murmullo del río en su voz salvaje con la gentileza de las noches estrelladas y su torso fuerte y desnudo se cubre de plata en el pelaje suavizado de su espalda. Su melena es espesura, brillo y fuerza; su olor atrayente y penetrante, el del deseo de la vida y la palpitación atroz de la salvaje ansia de la caza. Es salvaje y sonríe con ternura.
Todo se suaviza. Se torna la Luna más amable, más cálida la noche; ella se tensa y luego se relaja al ser tomada con ligereza entre brazos firmes de la tenaza áspera del roble vetusto y enraízado. Se entrega ya deseosa y un canto parece que viene del árbol.

“Sobre el lecho del Rey del bosque
cada año, una noche;
con la Madre Blanca en los cielos
renueva su pacto el hombre:
el pacto por el que admite
lo ajeno en su reino el bosque.”

Cantan ya lejos los druidas. La virgen es amada con el candor que sólo la naturaleza, que respeta la vida como hija suya, es capaz de dar con el fin esencial con que sólo los bosques aman. Los cazadores este año traerán muchas alimañas.


- Cuentan los ancianos de mi clan que las esposas del bosque viven por siempre como ninfas en el alma de un árbol, cubiertas de dichas por el amor de su Rey en su alma mayor que los llanos de la caza. Cuentan que le cubren ellas de gloria con retoños que son príncipes de lo salvaje y que, a veces, si él se enfada, nos asedian durante la caza. Yo sólo sé que anoche la Luna era blanca y que el bosque respiraba. Puedo buscar en el bosque, puedo llevarme mi lanza. Yo sólo sé que jamás veré de nuevo a mi hermana.


Texto agregado el 23-03-2003, y leído por 521 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-03-2003 Manejas muy bien algunas imàgenes, hay otras que las puedes revisar, de todas formas, me gustò tu texto. Un abrazo gammboa
 
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